“Si quieren penta, tienen que pagar”. Así resumía un soez Luiz Felipe Scolari el balance de su reunión con los siempre brillantes directivos del futbol mexicano, semanas antes de engatusar a sus cándidos homólogos portugueses.
Poner en el campo a 8 defensas y dejar el resto a la inspiración de Rivaldo, Ronaldinho y Ronaldo le bastó para autoproclamarse pentacampeón, sin reparar un instante en que Costa, Moreira, Zagalo y Parreira algo tuvieron que ver en ello y ni lo conocían cuando Brasil levantó las cuatro Copas del Mundo anteriores.
Con la misma suerte, las divinidades futboleras pusieron en bandeja otra oportunidad histórica a su entrenador consentido. A 15 días de Portugal 2004, un sorprendente club ganaba la Liga de Campeones. El Porto reunía lo mejor de Europa: el orden de los italianos, la frialdad de los alemanes y la letalidad de los franceses. Y todo eso con nueve portugueses en el campo. No se requería de un pentacampeón para vestir de rojo y verde a esos hombres, ponerlos a jugar con Figo y Pauleta, y ganar la Eurocopa que para eso se jugaría en casa, pero…
Scolari pensó que con un par de jugadores del Campeón de Europa bastaría. Con la camiseta ganarían, sí señor. Y se vino Grecia, e intempestivamente, el síndrome del sábado por la noche, aquél que deprime a cualquiera que se encuentre en casa, atacó al anfitrión, que inquieto y deprimido perdió en su propio campo.
Las notas de la Marsellesa en el Parque de los Príncipes quedan cada vez más distantes. En 1984, el año patentado por George Orwell, Platini y los suyos se encargaron por última vez de que alguien brindara con la Eurocopa a la salud del anfitrión. Han pasado 20 años de aquello. Y serán 24, a la cuenta de Scolari.