Llevo cuatro meses aguardando en el sótano, temeroso de que mis vecinos sospechen algo sobre mi conducta y me delaten sin miramientos. Cada vez que se habla mal de él (de él solo se puede hablar mal últimamente) en el trabajo opto por guardar silencio. Porque a pesar de los pesares lo sigo admirando.
Sí. Soy aguirrista. Claro que pertenezco al 100.99% de mexicanos indignados por lo del Guille, lo del Bofo, lo del Conejo o lo de Osorio. Por supuesto que considero que en el Mundial perdió el juicio, que se equivocó con ganas y que se pasó de lanza con sus evasivas en cada conferencia de prensa.
Pero tampoco olvido tan fácil todo lo ocurrido antes. Salvar dos calificaciones al Mundial que con Meza y Eriksson al timón eran casos perdidos, regresar al Atlético de Madrid al puesto que le corresponde, salvar al Osasuna cuatro veces del descenso, ponerlo a jugar una final de Copa y meterlo a la mismísima Champions League.
Javier Aguirre es el entrenador de la selección que más gente ha hecho enojar en menos tiempo, pero a fin de frías cuentas no entregó peor saldo que La Volpe, Lapuente o Mejía Barón. Con cualquier otro no llegábamos al quinto partido, pero sin él tampoco habría existido cuarto, ni tercero, ni primero.
El Vasco, lejos de ser el anticristo, es además del entrenador más importante de México, el único compatriota que ha existido en el futbol de alta competencia. No discutiré que se agrandó, que se sintió Dios, que en Sudáfrica cometió torpes atrevimientos a los que nunca se habría animado de laborar en cualquier club europeo; pero sí que festejo su regreso a la Liga española. Lo celebro con ganas.
Si apenas dos o tres de nuestros futbolistas son capaces de encontrar uno entre once lugares de cualquier equipo europeo, hay que valorar el mérito de ganarse un hueco al que solo opta un ser humano por club de futbol. Para elevar nuestro nivel necesitamos más Chícharos y Morenos, pero también a más Aguirres… y francamente, no se ve por dónde.