Fui un niño atípico. En los recreos sin balón yo era Mum-Ra mientras mis amiguitos se peleaban por ser Leono, odiaba al Newpy de Oliver casi tanto como al Real Madrid, anhelaba que Octagón perdiera la máscara, y soñaba con que algún día Tom se tragara al mamón de Jerry.
Era cuestión de estar con el más débil: deseaba que los malvados secuestraran a Mi Pobre Angelito, que a Karate Kid le rompieran su mandarina en gajos, o que María Mercedes muriera en la miseria. No era perversión, solo sabía que al final los buenos se saldrían con la suya. Y me daba flojera.
Creo que por eso me hice del Barcelona. Aunque en mis tiempos los niños solían tener nomás un equipo del fut mexicano y otro de NFL; yo, a parte del Cruz Azul y Delfines, estaba loco por el Barca: el enemigo de los de blanco que siempre ganaban, al que todos los mayores le iban solo porque ahí jugaba un tipo de chinos que me resultaba por demás antipático.
Claro que mi disco duro de 5 años no almacenaba la mínima conciencia histórica requerida para valorar el maravilloso e irrepetible hecho de que un mexicano fuera el mejor delantero de Europa, como nunca asimiló la importancia de que el Mundial se jugara por aquel momento en mi país. Por cierto, esos y los 10 años siguientes fueron épocas de carreteras de información sin pavimento: si te perdías el resumen de Acción, no había otra que esperarte y comprar el Esto del lunes.
A lo que iba es que hoy me siento raro en la esquina técnica. No es que el Inter y Mourinho sean malos ni buenos… solo pecan de ser extremadamente prácticos, y eso suele desquiciar a la mayoría, y ubicarlos en el otro bando; mientras el Barcelona interpreta el polo contrario: hace las cosas como se deben, sin escatimar plasticidad en cada trazo.
El del Giuseppe Meazza es un marcador parcial, y sumamente remontable. Pero ahora solo sabemos que Batman está bien amarrado y sin aparente salida… ¿Será el fin de su camino al Bernabéu? Descúbranlo la próxima semana a la misma batihora, y en el mismo baticanal.