Iba a ser un partidazo: Atlético Morelia, por el pase a la Liguilla y Santos Laguna, por su permanencia en Primera División. Todos los agravantes de la última jornada estaban puestos en el nuevecito Estadio Morelos, pero lo único que vio su entonces mocoso servidor fue el partido más vergonzoso que registre en su memoria. Un 0-0 descarado con el que ambos alcanzaron sus vulgares objetivos. E Irapuato descendió.
Crecí contemplando el descenso bajo sospecha. Cuando Puebla no compraba la franquicia del recién ascendido Curtidores para librarse cínicamente de la Primera A, el Atlante se las ingeniaba para canjear su descenso a cambio de 5 millones de dólares que por supuesto nunca pagó. Un año Felipe Ramos Rizo vendió su carrera a la causa de Jaguares, y al otro Querétaro bajó por santo decreto de la Federación, previo ajuste a su honorable reglamento.
A 18 años de aquel Morelia – Santos estamos igual. Si tuviéramos tres descensos como todos los países del futbol sapiens, no sólo la competencia sería más férrea, sino que sacudiríamos de un plumazo a los equipos mediocres que subsisten cada temporada. Además, al promover tres plazas de ascenso, las consecuencias de caer un añito en Primera A serían menos trágicas, y por ende no habría tanto en juego, ni semejante desconfianza alrededor del América – Necaxa en turno.
El sábado Cruz Azul se jugaría el pellejo en Chiapas, y este año todo mundo estaría pendiente de la siempre porcina Liguilla de Primera A, pues ahí estaría el América luchando por el ascenso.
Lo que tenemos en cambio es una tabla porcentual desequilibrada y confusa, un solo descenso que ni siquiera condena al peor, y una Primera A convertida en repugnante congal de mala muerte, en lugar de un centro de rehabilitación para volver a la alta competencia.