Antes de alquilar el Estadio Azulgrana y pintarlo de un sólo color, el Cruz Azul era un equipo decente. Pecho frío sí, pero decente. Tenía 16 años sin ganar el título, aunque había clasificado a 12 de las últimas 14 liguillas. Cierto que era el «ya merito», pero distaba mucho de ser el hazmerreír del futbol mexicano.
Luego se mudó a ese vetusto e incómodo estadio ubicado entre Suburbia y Superama, siempre a la sombra de la Plaza de Toros. Como cualquier lugar de culto, un estadio ha de avistarse desde muy lejos. Es indispensable para el peregrino divisarlo en su andar hacia la tierra prometida o en su lento rodar mientras es engullido por el cuello de botella vehicular. Nada de eso pasaba camino al Estadio Azul. No había mística, ni rastro de magia. Te metías a una calle y de pronto ya estabas ahí. Por dentro, nada. Quienes hayan pasado por sus angostas entrañas sabrán que el mayor milagro de semejante recinto es que podrán derrumbarlo sin que nunca haya acontecido una tragedia en la zona de vestidores.
Quizá porque hasta las maldiciones necesitan su tiempo para echar a andar, el primer año tras la mudanza les fue bien. De hecho salieron campeones, si bien se coronaron en el estadio del León. A partir de entonces, pena tras pena. Ese gol de Zague, aquel de Jimmy Lozano, la humillación a manos del Atlas de La Volpe, el gol de Glaría, la volea de Walter Gaitán, los ocho años sin ganarle al América, los cuatro que llevan ya, la eliminación por alinear al dopado Carmona, las finales de ida perdidas ante Santos y Toluca, las finales de vuelta perdidas ante Monterrey y Pachuca son algunos de los mil y un cuentos de terror contados en el infierno azul, temible cementerio del mismísimo equipo local.
Los primeros traumas fueron gestados en cuartos de final. Cruz Azul clasificó a liguilla como líder general en cinco ocasiones… y en todas cayó víctima del mediocre octavo (León, Atlas, Chivas y Pumas dos veces). Luego vinieron los celebérrimos subcampeonatos. Y ya en el último lustro, ni lideratos ni finales, ni siquiera liguillas en un gélido estadio que jamás tuvo alma y al que pronto no le quedarán ni los huesos.
La pregunta es ¿qué será de los fantasmas que se reprodujeron como conejos en el estadio? ¿También serán convertidos en centro comercial? O ¿seguirán al equipo ahora que, cual hijo fracasado, vuelva de arrimado a su antigua casa del Azteca?