Cero a cero. Minuto 94. San Lorenzo busca el milagro en Brasil. Tiro libre por la derecha; si anota, va a la final. Centra Cauteruccio, 17 futbolistas dentro del rectángulo calculan el vuelo de un balón que, sin saber cómo, cae de rebote a los pies de Angeleri en el área chica. El pobre no lo sabe y será mejor que jamás piense en ello, pero su falla será mucho más trascendente de lo que entonces ya parece. Meterla habría evitado que cierto equipo tomara cierto avión a cierto destino.
El Chapecoense tenía carisma mucho antes del 29 de noviembre de 2016, cuando se convirtió en el equipo de todos. Pocos estaban al tanto de sus gestas deportivas, que impulsaron a un club de Serie D hasta la Serie A del futbol brasileño en apenas cinco años. Solo unos cuantos se molestaron en atestiguar cualquiera de los vibrantes partidos que lo lanzaron hasta la final de la Copa Sudamericana. Para el resto, el
Chapecoense eran 11 letras acomodadas de modo tal que articulaban un nombre chistoso. Paradoja cruel.
No nos engañemos. Por encima de los desconocidos que mueren irreparablemente cada día, la pérdida de un futbolista nos devasta y acongoja de modo especial. Multiplicar esa sensación por 19, más el director técnico, más otras 57 historias abarrotadas de páginas en blanco, de familias damnificadas para siempre, resulta incalculablemente desgarrador.
Más allá de la zozobra, sucesos como el acontecido en el maldito Cerro Gordo exhiben lo ridículas que son nuestras penas y el sinsentido de tantas alegrías, sobre todo aquellas relacionadas con el gol. Nuestra existencia es tan absurda que nunca sabremos a qué venimos, mucho menos hacia dónde vamos. Ser mortales es sólo la mitad del problema, lo grave es que morimos de repente. Lo escribió primero Bulgakov.
Ni siquiera somos capaces de liberarnos de las ataduras del tiempo. Todo sería menos complicado si pudiésemos ir a ese minuto 94 y rogarle desesperadamente al portero Danilo que deje pasar ese balón, convencerlo de que toca perder, que ya vendrá otra ocasión para convertirse en héroe, prevenirlo de hacer gala de reflejos que impidan el bendito gol de Angeleri. Aunque seguramente, ante ese instante de gloria infinita, morir le da igual.