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El futbolista mexicano es bueno por naturaleza

No puede haber nada más fregón en la vida que tener 17 años. Bueno, sí: tener 17 años y encima ser campeón del mundo jugando al futbol.

Decía Rousseau que el hombre es bueno por naturaleza, y es la sociedad quien lo corrompe. Tras el bicampeonato sub 17, podemos parafrasearlo sin que se revuelque en su tumba: “El futbolista mexicano es bueno por naturaleza… pero la Federación Mexicana de Futbol lo corrompe”.

Algo tienen las orejas de Espericueta, que me recuerdan a los ojos chiquitos y escondidos de Villaluz. Casillas, relevo de lujo, es igualito a aquel ilusionante Ever Guzmán. Gómez, heredero del 8 que usaba Giovani Dos Santos, también va para ídolo. Fierro, velocidad y clase, comparte con Vela algo más que el primer nombre… La pregunta del billón es obvia: ¿Cómo le hacemos para que éstos no se nos echen a perder como los otros?

La mayoría de aquellos futbolistas que con base en su mentalidad prodigiosa habían escrito la página más asombrosa del futbol de este país, se echaron a la hamaca y poco a poco tuvimos que resignarnos ante la evidencia: ganar el Mundial había servido para maldita la cosa. Creíamos, además, que ese accidente de la vida jamás volvería a repetirse.

Afortunadamente nos equivocamos en ambas afirmaciones. México vuelve a ser campeón del mundo. Y Perú 2005 habrá cumplido su función en la historia si somos capaces de aprender de los errores cometidos a continuación.  Ahora, seis años después ya salió nuestra particular Ipad 2. Ojalá que venga perfeccionada y no se agote tan rápido.

De perdis, los niños héroes de 2005 dejaron huella en los chavos que por entonces tenían 10 y 11 años, y que hoy repiten hazaña. Éstos, a su vez, están marcando a los mocosos que nacieron en 2001 y que algún día tendrán 17. A este efecto dominó ya no hay ficha que lo pare. 

Que los Gómez, Fierro, Espiricueta y compañía pueden cambiar la historia del futbol mexicano es tan cierto como que, por el momento, no son más que futbolistas amateur. Por difícil que resulte resistirse a la tentación: no los endiosemos tan pronto, no exijamos acelerar sus procesos, no perdamos la perspectiva. El camino aún es largo, y doña impaciencia es la peor de las compañías.