Un chico de 18 años conduce el balón a toda velocidad desde medio campo. Se deshace de Chamot, deja sembrado a Ayala, y fusila a Roa. Ninguno de los que vimos el mejor gol de Francia 98 podía negarlo: ese futbolista acabaría ganándolo todo.
Pasaron los años y no ganó nada. Se pasó media vida en el Liverpool, y nada. Entonces se fue al Real Madrid en busca de títulos y ¿qué pasó? Justo en aquel año, el Liverpool ganó la Champions mientras el Madrid: nada de nada. ¿Con Inglaterra? Tres Mundiales, dos Eurocopas… y nada.
Michael Owen está por cumplir 30 años y eso debe hacernos sentir viejos a todos, sin importar la edad que tengamos. El tiempo lo destruye todo y de lesión en lesión, Owen contempló el nacimiento de colegas cada vez más jóvenes, más rápidos, más buenos. Rooney, Defoe y Walcott pronto convirtieron su camiseta de la selección inglesa en pieza de museo.
Tras descender con el Newcastle, su última parada antes del retiro se la discutían equipos de la talla del Stoke y Hull City. Fue entonces cuando se interpuso el tricampeón Manchester United, y en una contratación más bizarra que la de Arias por Chivas, Owen heredó el 7 de Cristiano Ronaldo.
Quise madrugar para ver el gran juego, pero como suele pasarme los domingos, apenas pude levantar un párpado al minuto 75… justo cuando Owen sustituía a Berbatov. Veinte minutos después, apareció sin marca para recibir el precioso balón de Ryan Giggs.
Desaparecieron los últimos años. Volvieron a ser él contra el portero en un partido visto por medio mundo. Manchester City, el rival: el nuevo rico que osa treparse a las barbas del vecino intratable, en el mismísimo Teatro de los Sueños. 95 minutos, 3 a 3. Owen controla y puntea el balón. Dos segundos. Dos toques. Gol. Y me volví a dormir. Pero un poquito menos viejo.