Su nombre es tan largo que da flojera pronunciarlo, ya ni se diga escribirlo. Quizá por ello adoptaron a la primera de cambio un mote despectivo, sin tomarse la molestia de reemplazarlo por el masculino Chivos, o por el aumentativo Cabras: un sinónimo más habitual para referirse al rumiante en cuestión.
Siempre he respetado, más no enaltecido que Chivas juegue con once futbolistas mexicanos. Que su filosofía raye en discriminación de índole xenofóbica es un campo en el que nadie gusta ahondar y me parece bien. Por ese hándicap se atenúan todos sus fracasos. Por ese detalle la mayoría de ciudadanos a los que el futbol les da lo mismo afirman irle al Guadalajara. Es un equipo distinto en un futbol donde todos son más o menos iguales.
A mí me resulta indiferente si Chivas juega con once mexicanos o si el Inter de Milán lo hace con once extranjeros. Lo que admiro, aplaudo y subrayo es que un equipo con promedio de edad menor a los 22 años, con entrenador y un 95% de futbolistas surgidos de su cantera, con el tercer portero velando por su seguridad, y bajo el mando del más nefasto de los dueños esté a las puertas de la semifinal continental, en espera de que le sean liberadas sus figuras secuestradas por la selección.
1987, 1997 y 2006: tres títulos en los últimos 56 campeonatos de Liga. Justo los que otorgaría la ley de probabilidades a cada equipo en un torneo disputado por 18, sin tabular presupuestos ni jerarquías. Ni una sola Copa México ganada entre 1970 y 1996, año de su penosa desaparición. Ni una Copa Concacaf alzada desde 1962. Cero Libertadores y cero Sudamericanas en sus vitrinas. Está claro que el Guadalajara no es grande por sus triunfos… pero aunque así fuera, sus 11 títulos también lo catapultarían como el club menos pequeño de México.
Ganar la Libertadores sería un justo premio al loable trabajo que tiene a sus egresados cobrando en las nóminas del PSV, Arsenal o Manchester. Pero sería sobre todo la mejor forma de explicar la grandeza de Chivas sin recurrir al viejo argumento nacionalista.