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Ídolo idealizado

En la historia de los Mundiales no pudo meter más goles que el defensa Rafa Márquez. En la historia de los Clásicos empata en anotaciones con leyendas del tamaño de Raúl Jiménez y Marquito Fabián. Vestido de verde anotó siete goles menos que Jared Borgetti. De amarillo se quedó a 37 de Zague. En Europa hizo la mitad de goles que el Maza. Y en el América fue campeón la mitad de veces que Jesús Molina. 

Su mejor momento a nivel domestico fue salir campeón. Ganó un título con el América, sí señor… y perdió 18. También fue campeón goleador de un torneo, sublíder al siguiente… y acabó del quinto para abajo en todos los demás. Es y será un símbolo del América, aunque jugó para 10 equipos como cualquier mercenario promedio.

Aquel contra Bélgica en Francia 98 no solo fue su gol más recordado… sino el único que anotó en un Mundial por vía distinta al tiro penal. A nivel colectivo no logró explorar más allá del cuarto partido… misma instancia en la que se frenaron sus 90 colegas mundialistas contemporáneos.  

A lo largo de su trayectoria fue un adalid de la mala educación. Un día hizo gala de machismo al mandar a la árbitro Virginia Tovar a lavar platos. Al otro incurrió en discriminación, describiendo a David Oteo como un «naquito carga-maletas». Fue un bully de cuidado que igual acosaba a algún árbitro de quijada pronunciada, como golpeaba a aquel periodista por la espalda, simulaba mearse en la cara de algún arquero recién descendido tras encajar su gol o desataba una peligrosa bronca en Copa Libertadores que pagó con un año de sanción. La mayoría se tragó sus legedarias provocaciones, otros como Felipe de Jesús Robles e Israel López supieron ponerlo en su lugar.

En su faceta de funcionario público, Cuauhtémoc Blanco ha demostrado ser tan sinvergüenza como cualquier otro. Ausentismo, incompetencia, incumplimiento, deuda, falsificación y amiguismo han marcado su carrera política, la cual abandonó por cuatro o cinco días para celebrar con lujo de cinismo su enésima despedida del futbol, en lo que resultó un show más bien tercermundista: enfundado en una playera demasiado entallada, contra un rival domesticado y en un estadio en plena obra negra. «No quiero hacer el ridículo en el Estadio Azteca», confesó. Y cumplió. Dejar de hacer el ridículo como alcalde resultará un reto harto más complicado para el ídolo idealizado.