Ganó cinco ligas en la década de los 80. Tenía un equipo de leyenda que daba espectáculo, goleaba, sentía la camiseta y salía campeón año tras año. Alineaba a los mejores extranjeros del campeonato e incluso a algún mexicano. Desde Hugo Sánchez a Iván Zamorano, llegando hasta nuestros días, muchas han sido las figuras que desfilaron por un club que, dejen de engañarse, nunca será como antes.
La historia, dejando los ochenta de lado, le ubica claramente como el más grande. Máximo ganador de la Champions y de Liga, para empezar y terminar. Pero más allá de los títulos, el juego que llegó a desplegar bajo el mando de Leo Beenhakker fue un símbolo de identidad y orgullo que nadie más pudo revivir, incluido el propio Beenhakker, cuando volvió para comprobar que las segundas partes no son malas, sino malísimas. Tras varios años de crisis llegó el Capello a devolverle algo de gloria a una institución que, a capricho del intocable mandamás, fulminó desde entonces a cada técnico que le hizo campeón.
Superado uno que otro ridículo, hoy vuelve a ser un equipo ganador. Desde que Benítez se marchó, todo ha ido viento en popa. Sin embargo, el juego de los capitalinos cada vez se desmarca más de aquel que añora la grada. La llegada de su rimbombante entrenador, lejos de elevar el nivel de juego, apenas ha significado una mayor organización defensiva que le mantiene invicto.
En tanto, la maltratada pero bien trabajada cantera parece al fin encontrarse un hueco dentro de un once en el que Raúl, años después de su salida, se mantiene como última referencia de las fuerzas básicas.
Ahora vuelven a Japón, tras ganar la Champions League por segunda vez en los últimos años. Ahí, si los coreanos dan su anuencia, se verán las caras con su reflejo de la otra orilla del charco: millonario, soberbio, poderoso y odioso. Único equipo que puede disputarle el agravio de ser el más aborrecido, al menos si contamos aficionados de habla hispana. Dos gotas: una de crema, otra de merengue, en el platillo más repugnante jamás servido.