Lo conocí en Pekín el día de su cumpleaños 22: acababa de quebrar el intocable récord de Michael Johnson. En el festejo, le pedí que faroleara hacia mi cámara y no dudó en hacerlo. Minutos después, cuando iba de vuelta al vestidor atiné a hacerle una pregunta. “I know, I know…” fueron las palabras que lograron registrarse en la cinta antes de que el gorila de seguridad me hiciera volar, dando por terminada la entrevista. Ni siquiera tuve tiempo de decirle Happy Birthday.
Escribir en este país sobre algo que no sea futbol es asumir el riesgo de que la mayoría deje de leerte a la mitad. Hoy me vale. Además, opinar sobre las carreras de 100 metros planos es sencillo: salir corriendo después del balazo y llegar a la meta son las únicas reglas, y todo el mundo las entiende. Ni siquiera el fut es tan fácil de explicar.
A parte de que correr (ya sea por emergencia, apuro o mecanismo de defensa) es una experiencia vivida por todos cuando enfrentamos al enemigo tiempo; la velocidad pertenece a nuestras pasiones primarias. Tememos y respetamos al más fuerte, nos asombra el más alto… pero es al más rápido a quien admiramos.
Desprovisto de ruedas y combustible (dios quiera que de hongos también), Usain Bolt alcanzó la velocidad de 45 km por hora enfundado en su playerita. Aunque el jamaiquino siga muy por debajo de un pura sangre o de cualquier felino, ha despertado el pasmo de toda persona capaz de dimensionar la eternidad escondida en 11 centésimas: tiempo que significa nada de nada en cualquier otra actividad humana.
Bajarle una décima de segundo al reloj es la última gesta de un súper atleta que no ganó los ocho oros olímpicos de Phelps sólo porque el tartán no tiene tantas variantes como la piscina. Si existieran carreras de espaldas, seguro que Bolt también las ganaría.