Respira por la boca, mira al horizonte, mantiene su distancia. Encuentra más que busca. Messi camina, ya no corre. Messi espera, no acelera. Messi ya no se come al mundo, lo vomita.
La edad es relativa. Para empezar, todos somos por lo menos nueve meses más viejos de lo que decimos. Olvidamos la larga travesía que nos llevó desde las gónadas hasta la sala de parto. Luego, en función de nuestro desgaste diario tenemos distintas edades emocionales, intelectuales, sexuales o físicas. Lionel por ejemplo, a los 5 jugaba como si tuviera 12, a los 16 vivía la plenitud de los 25, y ahora que su edad cronológica es de 26 años, gestiona cada esfuerzo como si fuera contemporáneo de Cuauhtémoc Blanco.
A la orden de Rijkaard, Lionel Messi fue el mejor extremo del mundo: presionaba, ahogaba, robaba, conducía, servía e insaciable, volvía a presionar, a robar, a conducir, a servir… Cuando Guardiola lo emancipó de la banda, Messi rompió la barrera del gol a un decibelio de hasta 90 pepinos por año.
El hombre comienza a ser viejo cuando deja de ser educable. Ahora que nadie se atreve a enseñarle más nada, ahora que sus pies acumulan el kilometraje en las canchas de cualquier veterano de 30, ahora que las lesiones le han dado tiempo de replantearse quién es y hacia dónde va; Messi se aleja de la portería para matricularse en el arte de los pensionados: filtrar trazos visionarios, ejecutar con precisión telegráfica tiros libres con efecto invertido, como sólo puede la gente mayor.
Messi no sufre los efectos secundarios de sus tratamientos hormonales. Messi no está fuera de forma física ni mentalmente. Messi no se cuida para después explotar en el Mundial. Messi no está triste, ni enfermo, ni cansado…. nomás está viejo.
Pero su quietud es falaz. La pulga está en estado de crisálida, una vez que ha superado la etapa de ninfa del área. Cuando le interese salir del capullo, su metamorfosis final apunta hacia un perezoso y magistral diez: mitad Valderrama, mitad Zidane. Y lo mejor de todo: la mitad de Messi que aún le queda.