Ella. Arrogante seductora. Pícara y delicada. Musa inalcanzable. ¡Cómo la admirábamos! ¡Qué obsesionados estábamos porque nos hiciera caso! En realidad nunca nos quiso, pero ¡qué cerca estuvimos de conquistarla!
Fue en Ecuador cuando salimos juntos por primera vez. Muchos afirman aún a día de hoy que aquel fue el mejor verano de nuestras vidas, sin importar que Batistuta nos acabara atropellando por meternos donde no debíamos. Pero volvimos. Cada dos años caminábamos de la mano por Bolivia, Paraguay, Colombia o Venezuela.
Nunca nos trató de igual a igual. ¡Cuántas groserías le aguantamos con tal de estar a su lado! ¿Se acuerdan cómo nos trató en Argentina cuando nos cambió las reglas del gol de visitante a media final? ¿Recuerdan cómo se portó cuando nos dio influenza? ¿Y qué tal sus arbitrajes, eh?
No obstante, su menosprecio era superado por su interés. Y siempre lo supimos: la Conmebol solo nos quería por nuestro dinero. Aparte, nosotros estábamos casados. Al principio, nuestra (fea) señora hizo como que no veía las canitas al aire que nos echábamos al sur del continente. Con los años se puso dura y vivir en dos casas se complicó cada vez más.
Paulatinamente, la ilusión de los primeros días tornó en aburrimiento. Dejamos de idealizar a nuestra amante. Le encontramos las arrugas y descubrimos su celulitis. El mal carácter nunca le cambió. Y la abandonamos poquito a poco. En 2008 le hicimos fuchi a la Copa Sudamericana. Luego, dejamos de mandar a nuestros campeones a la Libertadores. En 2011 y 2015 enviamos selecciones marca libre a la Copa América. Al año siguiente nos salimos de la Libertadores y el pasado lunes, saturados de compromisos maritales y cansados de una relación desgastada que ya no iba a ningún lado, oficializamos la separación definitiva a 25 años del primer beso en Ecuador.
En 1993 éramos unos soñadores con hambre de roce internacional. Hoy ya solo nos excita el dinero. Participar en Conmebol nunca fue negocio.