Nunca nadie estuvo tan cerca de levantar la Champions por vez primera. Nunca nadie la mereció, la necesitó, la quiso tanto como el Chelsea. Su inercia de resultados pasados y presentes apuntaban a por fin salir campeones de Europa, a saciar la obsesión, a ahuyentar de una vez por todas a los tres fantasmas afincados en el imaginario colectivo del lujoso barrio londinense: las manos en el área del Barcelona, el resbalón de Terry en Moscú, la tanda de penales contra el Liverpool.
Todo iba bien. Hasta que Mourinho regresó para ganarles aquí y allá. A lo Chelsea. O debo decir a lo Mourinho, el desarrollador de la patente del hoy inconfundible ADN azul: fortaleza física sobrehumana, extremismo en el rigor táctico y contundencia en las cuatro líneas del campo.
El Inter no es un equipo defensivo, ni aburrido… su único delito es ser eficaz. Al límite. Haber derrocado tan categóricamente al campeón sin corona (Chelsea avanzó a cuatro semifinales y a una Final en los últimos seis años), convierte al tetracampeón y líder italiano en el máximo sospechoso para ponerse en medio de una eventual revancha Manchester – Barcelona, en una Final que la Serpiente no alcanza desde 1972.
Con el trueque Zlatan – Etoo los neroazzurri perdieron el único verso que dulcificaba su guión, al malabarista exclusivo de su circo, pero consiguieron a cambio a un león enfermizamente ganador, que tiene como doctrina jamás desaparecer en los momentos verdaderamente cruciales; y que encontró en Mourinho a su domador ideal.
Con ellos, más el acróbata Julio César en el arco, los elefantes Lucio y Samuel secundándolo, el hombre bala Maicon por la banda, el mago Sneijder en el centro, y hasta el payaso Materazzi calentando banca; la carpa interista amenaza con acampar en Madrid el próximo 22 de mayo.