Un título había ganado Ricardo Antonio La Volpe cuando en 2002 asumió como entrenador de la selección. Entonces, más allá de los fracasos acumulados en Chivas y América, se valoraron sus gestiones en Atlante, Atlas y Toluca.
No llegó por su palmarés, sino por las huellas balompédicas que fue dejando durante 19 años de peregrinaje como consumado catador de sinsabores. En 2006 dejó la selección y a partir de entonces, su romance con la derrota se volvió mucho más tórrido, intenso y demencial. Lo acompañó fiel a su país de origen, donde dio pena en Boca, Vélez y Banfield. Abnegada, lo siguió en sus amargos regresos al Atlas, Atlante y Guadalajara. La derrota escoltó al Bigotón desde la árida Monterrey hasta la exuberante Chiapas, con escala y luna de miel en Costa Rica. Nueve aventuras en nueve años marcados, para no variar, por el celibato de títulos y sobre todo por el abandono de ese sello característico que él continúa vendiendo sin asomo de pudor.
Ahora bien, olvidemos el antes y después para centrarnos en sus años maravillosos al frente del Tri. Copa Oro: ganó una y perdió otra, como el Chepo. Copa América: eliminado en cuartos de final en tiempos en los que México habitualmente quedaba entre los tres primeros. Hexagonal: caminando en segundo lugar. Olímpicos: fuera en fase de grupos. Mundial: igual que todos.
La Confederaciones 2005 fue el éxtasis de su gestión. Nunca desde la Copa América 93 la selección mexicana despertó semejante orgullo. Y eso que el equipo quedó a media tabla: cuarto lugar de ocho, salpicado además por el misterio sin resolver de Carmona y Galindo.
La Volpe nunca fue un técnico de resultados y desde hace diez años sus equipos no juegan a nada. Por si no fuera bastante para descartarlo, episodios como la convocatoria de su yerno a la Copa del Mundo, reconocer sin rubor que salió a perder en Trinidad y Tobago o dirigir con horribles corbatas de dragón por asesoría astrológica, ya hacían desconfiar de su calidad ética y estabilidad mental mucho antes del Podólogate: grotesco incidente que terminó por desnudarlo (nunca mejor dicho) como un individuo castrado de toda moral.