Una vez, hace no tanto tiempo, cuando el árbitro pitaba el final de un partido del Real Madrid en el que Cristiano Ronaldo había anotado cuatro goles, al portugués no le quedaba más remedio que disimular su angustia. Su hazaña era señal inequívoca de que al otro día Lionel Messi marcaría cinco.
Hoy Cristiano puede estar tranquilo pues Messi, dos años menor, consumió esa chispa que siempre, pasara lo que pasara, lo ponía por delante del portugués. Algo extravió Leo en el camino y ningún especialista ha logrado dar con la clave de su pérdida de hambre y memoria futbolística, que ahora sólo se enciende cuando alguien con cables le pasa corriente.
Cristiano, a punto de cumplir 30 años se encuentra en plenitud física y mental. Dispuesto a recuperar el tiempo perdido en el que no importaba lo bueno que fuera, el enano siempre lo hacía mejor. Desde que el portugués llegó al Real Madrid promedia un gol por partido. Y eso no es un dato tan impresionante como el hecho de que semejante hazaña parezca normal tratándose de él.
Dentro de todos los adjetivos que se le han adjudicado, independiente es quizá el que mejor lo define. Cristiano será incapaz de subordinarse nunca a las asistencias de Özil, a las cabalgadas de Di María, a las diagonales de Xabi Alonso o al apoyo de Higuaín, por buenos compañeros que fueran. Mientras Messi siempre dependió de Iniesta y Xavi (y éstos dependieron en igual o mayor medida de él) Cristiano fue, es y será un futbolista autónomo.
También es una máquina de hacer rabiar al prójimo. Llegó al Real Madrid para ganar el Balón de Oro y la Champions y ahora que son suyos, poco importa que apenas haya ganado una Liga con su club, o que siempre haya dejado que desear en las citas históricas. Cristiano seguirá anotando, fabricando, produciendo, ganando. No se cansará de arruinarnos el día, dos veces a la semana, a esa mitad más cuatro que aún admirándolo, somos incapaces de tragarlo. Nos ganó la guerra. Y encima nos dejó sin armas.