El villamelón cambia un equipo por otro; el sensato abandona a su primer amor y opta por una feliz orfandad. Ya no es secreto que yo de niño le iba al Cruz Azul. No me cansé de sus derrotas, como muchos piensan, sino de su fobia a la presión. Los niños cometen muchas idioteces por carecer de criterio (no es por nada que se les prohíbe fumar, beber, conducir, votar…) A ningún infante deberían permitirle ser cruzazulino hasta que tuviera la edad apropiada para asumir las consecuencias. Pero mientras habiten masoquistas en el planeta, seguirán existiendo cruzazulinos.
Cruz Azul trasciende la relatividad del tiempo, la probabilidad matemática y la lógica cartesiana. No hay una prueba científica que lo certifique, pero en un partido puede pasar todo, excepto que Cruz Azul se rebele ante su lúgubre destino. Jugadores, técnicos y hasta aficionados van y vienen pero el aura alrededor del club permanece. La desgracia azul es la única certeza que nos queda en el azaroso futbol mexicano. La única apuesta seria es ir en contra de Cruz Azul, eterno rehén de la tragicomedia.
Hoy, camino a su quinto liderato general desde 1998, el espejismo de un campeonato azul está otra vez puesto en marcha. Sus aficionados, tan habituados a la desgracia como a respirar, aun no aprendan que su equipo nació para fracasar. Esa es su razón de ser.
América es el club de los ricos, Chivas el de los pobres, Pumas el de los estudiantes, Atlas el del dizque buen futbol, Tigres el de la mejor afición, y todos los demás apelan al arraigo geográfico para sentirse únicos. Cruz Azul no es el equipo más ganador. No juega con puros mexicanos ni compra a los mejores extranjeros. No apuesta decididamente por la cantera ni tampoco por la cartera. No tiene un estadio grande ni hostil. Su afición no es la más numerosa ni la más ruidosa. No es el equipo de Hidalgo, ni el de la capital. Sólo algo lo hace especial. Todos los equipos mexicanos ganan de vez en cuando; si Cruz Azul lo hace esta vez, habrá perdido lo único que le hace diferente al resto.