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Con la cola entre las patas

Lo nuestro fue amor a primera vista. Sonará cursi y algunos hasta tendrán ganas de vomitar por simple impericia en el arte de amar. De amar en serio, como don Erich Fromm mandaba: sin siquiera plantearse el ser correspondido. 

Les resultará frívolo, pero lo primero que me atrajo fue su manera de vestir. Ahora veo fotos de entonces y me pregunto qué demonios me pasaba. Pero en aquellos tiempos su look era elegancia pura. No se equivoquen. No me enamoré de su atuendo, pero sepan que aquello llamaba mucho la atención, era más que simple envoltura. Aún hoy que la moda es un asco y pasados tantos años, debo reconocer que viste mejor que nadie.   

Por eso digo que caí enamorado a primera vista. Hipnotizado por su piel, pedí que me llevaran a su casa, que resultó estar lejísimos. No tenía coche y de no ser por los peligros del Distrito Federal, habría caminado hasta ella antes de que mi tío por fin se dignara a llevarme a la conquista. ¡Qué casa tan grande! ¿Seguro que es aquí? Claro que era. ¡Qué nervioso estaba! ¡Cómo me latía el corazón! Me senté, esperé, por fin salió y no contaré más, pero créanme que esa, nuestra primera cita, fue insuperable.

Luego se mudó y yo me puse feliz porque vivíamos más cerca. Nos encontramos más a menudo, lloramos, reímos… y ya saben cómo funciona esto del amor. Poco a poco vas descubriendo sus defectos, pero en tu ceguera al principio le perdonas todo. Un día te das cuenta que el amor se convirtió en costumbre. Han pasado muchos años, los amigos y familiares asumen que estarán juntos para siempre. A veces hasta hay hijos de por medio que aman a ambos y ¿cómo les vas a explicar? Entonces, te mueve el deber: ya no es amor, sino compromiso. 

Ahora bien, cuando hay maltrato de por medio, debes huir de esa relación. Es increíble cómo, a estas alturas de la vida, aún hay gente preocupada por el qué dirán. Que prefiere el «pégame, pero no me dejes». Como cuando tu mujer se pone gorda, fea y por si fuera poco te trata con la punta del pie.

Yo no soy un abnegado como tantos otros y por eso la abandoné antes de que me hiciera más daño. Ahora me encanta enterarme de lo mal que le va. Saber que, desde que nos separamos, su vida sea un desastre. 

Lo último que me enteré es que regresó de arrimada a aquella casa grande, ilusionada por los buenos recuerdos del pasado. Ay Máquina, ¡qué lástima me das!