Rojo en primero, naranja segundo. Amarillo y verde después. El azul ocupa el penoso quinto puesto de alcance luminoso en el espectro solar. Según las encuestas, es el color preferido por la mayoría de terrícolas, pues ciertamente resulta atractivo a primera vista. Sin embargo, es distante como el cielo, frío como el agua. Y ambiguo como él solo: tiene demasiadas tonalidades, muy distintas entre sí. Aunque se trate de uno de los tres colores primarios, fue descartado para iluminar los semáforos del mundo por culpa de su extrema languidez.
Ningún equipo azul ha ganado la Champions. La única excepción es la Juventus, que salió campeón de Europa portando ese color ajeno. No me hablen de Italia y Francia porque, aparte de que me arruinan la columna, el futbol a nivel de selecciones es distinto y por alguna razón inmune a los efectos de la colorimetría.
Azul es el color de la calma: distante como el cielo, frío como el agua… los clubes de futbol que lo portan en sus camisetas (Schalke, Rangers, Everton, U. de Chile, Cruz Azul…) suelen tener refrigerado el pecho. No es casualidad que “feeling blue” signifique estar deprimido en inglés.
Y a Inglaterra apuntamos. Allá donde el Manchester United gana y los demás sólo pueden combatir su ayuno alimentando el ego. Mientras el Liverpool es el más mítico, Arsenal el más romántico y Tottenham el más exclusivo; al Chelsea le quedaba ser el más rico… hasta que Mansour bin Zayed Al Nahyan compró al Manchester City y ya ni eso le quedó.
La única y cruel esencia que justifica la existencia de equipos como Chelsea o Manchester City es ganar. Si no ganan, no son nada. Un poco como el Real Madrid… con la diferencia de que éste no juega de azul. Y gana.