Juré pasar el verano de 2014 encerrado en el sótano. No estaba listo para asomar a un mundo en donde el Real Madrid fuera campeón de Europa. Aquellos recuerdos pertenecían a un pasado peor, ahí donde no tenía novia ni coche; y en cambio sí exámenes, tareas y vacunas. Una angustiosa etapa de mi vida, lejana y superada… hasta que cayó ese puto gol de Ramos en Lisboa.
Pero todo pareció volver a la normalidad. Tanto, que en 2016 estaba absolutamente seguro de que el Madrid perdería, esta vez sí, con el Atlético. Lo de dos años atrás había sido un accidente, un parpadeo de Godín que perdió su marca y cambió momentáneamente la historia. Era un sinsentido pensar que Zidane superaría a Simeone, que el Atlético iría a Milán para caer con la misma piedra, que un equipo tan malo como el Madrid ganaría otra vez la Champions… Tras aquellos penales de mierda, me asfixiaba la sola idea de tener que respirar el aire de un mundo donde el Madrid, ese Madrid, era otra vez campeón de Europa.
En 2017 cambié el enfoque. La tenía tan dentro que decidí que el Madrid vencería a la Juventus. Al menos había tenido el decoro de ganar ese año la Liga, a diferencia de todos los episodios anteriores desde la década de los cincuenta. En el fondo, claro, mi resignación era ciento por ciento cabalística. Tal vez si gritaba a los cuatro vientos el favoritismo del Madrid lograría engañar al destino que, con tal de llevarme la contra, haría campeona a la Juventus. Simón, dijo Cristiano mientras se quitaba la rechingada playera.
Las victorias del Real Madrid, por continuas e inauditas me han endurecido la piel. Ante la desgracia primero niegas y reniegas, luego pataleas, después te resignas y al final te ríes. ¿Así funciona la vida, no? A estas alturas de mi desdicha, previo a la final que el Madrid le ganará al Liverpool en Kiev, ya debería estar carcajeándome en el suelo. Pero la verdad es que no soy tan fuerte como lo pensaba, mi voz se quiebra, estoy temblando de miedo pues…