No fue admiración ni sorpresa ni dicha lo que experimenté la primera vez que vi jugar a Erling Haaland con el Salzburg. Lo que sentí en cambio fue la más poderosa de las emociones: miedo. Un pánico genuino ante algo inmenso, novedoso y que no sonríe. Fue como ver a un superhéroe de cómic sin interés ni ganas de disimular sus súper poderes ante el mundo real.
Hay obviedades tan claras que ni juicio precisan: Erling Haaland se convertiría en una leyenda del gol. Así lo gritaban sus estadísticas biotipológicas (tamaño, edad, peso…) y sus estadísticas semanales: la fórmula de goles anotados dividida entre partidos disputados que desde el inicio de su carrera resultó siempre en números enteros y no en fracciones decimales.
Haaland jugó 90 partidos en el Borussia Dortmund y tuve suficiente fortuna como para verlos casi todos. Sus supersónicos esprintes al espacio, sus remates acrobáticos, su timing exacto para huir de la trampa y romper el fuera de lugar, su precisión doctoral ahí donde hace todos sus goles: el cuadrante a medio camino entre el vértice de área chica y área grande, en la esquina izquierda. Diría que lo vi crecer, pero estaría delinquiendo. El noruego ya había llegado enorme a Alemania: física, mental, atlética y balompédicamente. La legendaria camiseta amarilla le vino pequeña desde el primer día. ¿Mejoró su toque de balón? Creo que no. ¿Pulió su remate de cabeza? Diría que tampoco. ¿Ajustó su remate de derecha? Me temo que no fue necesario. ¿A quién le interesa jugar como Lionel Messi cuando tienes la técnica resolutiva de Hugo Sánchez, la potencia de Gabriel Batistuta y la velocidad de Ronaldo Nazario en uno solo?
Cada paso en su carrera, cada cambio de país ha sido el ideal para incrementar su nivel de exigencia. Pero ha dado lo mismo: en Noruega, en Austria, en Alemania y en Inglaterra Haaland invirtió los roles de inmediato. Hace ver como niños a sus rivales adultos y él, que en realidad es un niño, ejerce de adulto con una superioridad abusiva, casi injusta.
Si tuviera que definir a Haaland en una sola palabra, ésta sería: inconsciente. Eso es lo que le hace mejor que Hulk: el hombre increíble. No sabe lo que hace, nunca repara en dónde está parado ni cuál es la trascendencia del partido que está jugando ni si tiene o no la edad como para destacar tan indisimuladamente por encima del resto: rivales y compañeros. Esa carencia absoluta de la más elemental inhibición le mantiene desatado cual Godzilla en el centro de Tokio.
Ningún delantero en la historia sumaba tantos goles a los 22 años como los que acumula este enfermo que no puede parar de estornudarlos. Y nada parece minar su tan largo como viable camino rumbo a las mil anotaciones como profesional. Solo las lesiones, unos cuantos misiles o una eventual pérdida de piso aspiran a frenarlo. Los defensas y porteros, del hoy y del mañana, no tienen chance.