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Ni Guardiola ni Ancelotti ni Scaloni

Ser entrenador es frustrante. Entrenar consiste en detectar necesidades, compartir experiencias, ofrecer una gama de soluciones e imponer sutilmente nuestras voluntades. Sí, dije nuestras voluntades porque todos somos entrenadores. O por lo menos, todos los que tenemos la fortuna de ser padres.

¿Y por qué es frustrante? Se preguntarán aquellos que solo tengan la perspectiva del hijo, del entrenado, del ser individualista y egocéntrico que en su etapa de formación solo puede preocuparse por sí mismo. Los niños escuchan y casi siempre hacen caso. Los adolescentes dudan y de vez en cuando, obedecen. Los jóvenes cuestionan y únicamente cuando has conseguido convencerlos, aceptan ayuda. Los adultos que ya tienen sus propios hijos, solo quieren que los dejes en paz.

No hay fórmula: lo que seduce a uno, resulta patético para el otro; aquello que angustia al segundo, no es algo en lo que siquiera haya reparado nunca el primero. La complejidad añadida de ser entrenador de fútbol radica en tener más de 20 hijos, con necesidades distintas y resistencias dispares a los métodos de comunicación empleados en persuadirlos. Para calibrar cada particularidad y encontrar el balance que permita construir solidez colectiva a través de la suma de voluntades, se requiere una ingeniería en lenguaje y doctorado de las emociones. Eso para empezar. No estoy hablando aún de la creatividad táctica y aquello que determina el éxito o fracaso de cualquier ser humano, padre o hijo; entrenador o entrenado: la toma de decisiones.  

Nuestra bendición como simples entrenadores de la vida es que, si nuestros hijos van mal en la escuela o no tienen amigos o no saben comportarse en público, nadie se meterá con nosotros en la calle ni en las redes, no habrá quien esté medianamente interesado en ocupar nuestro puesto ni habrá una directiva urgida de traer a otro padre de familia que quizás eduque mejor. 

Establecida la inmensa complejidad de ser entrenador de fútbol, ¿quién es el mejor? El que gana más dinero de todos según los libros de cuentas es Diego Simeone. El máximo ganador del torneo más importante de todos, la Champions League, es Carlo Ancelotti. Pero el técnico más venerado por la crítica culta es Pep Guardiola. 

El trabajo de los tres entrenadores citados está extraordinariamente bien remunerado. Simeone, Ancelotti y Guadiola se encuentran en la punta de la pirámide de una industria contradictoria, pues todos: Diego, Carlo, Pep y cualquier técnico de su estatus, reconocen que el trabajo más importante está en la base. La cantera es donde más útil y necesario resulta el conocimiento y la elocuencia del mejor entrenador. Y ahí donde se forma y desarrolla la materia prima del negocio: el futbolista, es en donde menos dinero se paga y por lo tanto pocos o ningún consagrado tienen lugar. Y no es que los mejores, o los que consideramos los mejores solo porque son conocidos, estén sobrecualificados para el puesto. De hecho quedan como guante, pero la fama y el dinero está en liderar futbolistas hechos, no en crearlos.

Ahora bien: si piensan que la probabilidad de ser futbolista profesional equivale a sacarse la lotería, solo imaginen lo difícil que es ser entrenador, cuando en cada equipo trabajan un mínimo de 25 jugadores y un director técnico. Los auxiliares sólo completan el staff y están igualmente lejos del reconocimiento mediático que aquellos encargados de trabajar el fútbol base.  

Aunque las probabilidades sean minúsculas, ser entrenador hoy está más al alcance que nunca. La posición se ha democratizado. Hasta inicios de siglo, aspirar a entrenar un equipo de profesionales, sin haber tenido la experiencia de haber jugado al nivel de ellos, resultaba una idea absurda. Y aún hoy, con la hiper profesionalización del puesto, ciertos jugadores ven con recelo a un entrenador que pretenda instruirlos en algo que él no experimentó nunca de manera activa. 

De hecho los técnicos más reconocidos (los tres que mencioné desde el principio sin ir más lejos) y otros consolidados en la súper élite como Jurgen KloppDidier Deschamps o Antonio Conte tuvieron, con excepción del alemán, carreras largas y exitosas. Todos ellos, obviando de nuevo a Klopp, como mediocampistas.

Sin embargo, cada temporada se abre camino el otro perfil. Aquel en el que José Mourinho o Rafael Benítez eran la exótica excepción de principios de siglo: técnicos que, como Julian Nagelsmann, nunca jugaron en primera división. Recientemente, lo que era un insostenible peso en la credibilidad del que no había tenido esa experiencia de primera mano, ha encontrado balance con los beneficios universales que derivan de la especialización.

Los mejores en cualquier área relevante: medicina, ciencia o tecnología, y también en la industria del arte, deporte y entretenimiento; no son solamente aquellos con más talento innato y oportunidades para desarrollar su don y encauzarlo. Lo más importante es la experiencia, las horas de entrenamiento práctico acumuladas en la espalda. Y en ese detalle mayor, cualquier entrenador que haya empezado a dirigir a los 23 años ya le lleva más de una década de ventaja a aquel futbolista recién retirado que decide dedicarse a la dirección técnica.  

Llegados a este punto, existen dos tipos de entrenador. Y no me refiero a ofensivos Vs conservadores ni a empíricos (ex futbolistas) Vs científicos (no futbolistas) ni a especialistas en el fútbol base Vs famosos que acaparan reflectores en la élite. Independientemente de su filosofía, origen y área de especialización, los entrenadores se dividen en constructores y administradores.

Ambos son necesarios e ideales según la etapa que atraviese el equipo al que llegan. Un entrenador constructor va a modificar los cimientos, establecer una idea de juego para el largo plazo. En algún momento este inquieto y demandante perfil de director técnico se habrá desgastado lo suficiente o habrá desgastado a sus jugadores a un grado tal que precisen de un administrador: un líder que sepa motivarlos, con ideas claras pero no necesariamente sofisticadas y que brinde continuidad al proyecto.

Ricardo Antonio La Volpe y Marcelo Bielsa son dos de los más grandes constructores en la historia moderna del juego. Sin embargo, su liderazgo tiende al autoritarismo: La Volpe por su manera de comunicar el mensaje; Bielsa por su tendencia a coartar la libertad individual de sus jugadores. No son el paradigma del buen administrador. Y eso explica más que cualquier otro argumento su poco éxito, si valoramos únicamente lo contable y no la incalculable aportación con la que ambos han contribuido al desarrollo del fútbol.

En el polo opuesto, dentro de la amplia gama de técnicos que difícilmente serán recordados por el fútbol revolucionario, ni siquiera distinguible que practicaron sus equipos; pero sí por la cantidad y diversidad de sus títulos conseguidos, están aquellos como Zinedine Zidane (otro ex mediocampista) y Ancelotti. Al final, entrenar bien se reduce en ciertos equipos a transmitir un mensaje convincente.

No significa que los constructores sean más propensos a perder y los administradores a ganar: Guardiola es el más ganador de los constructores. Tampoco es que el factor motivacional distinga únicamente a los administradores: Klopp es un motivador nato, pero además un excepcional constructor de equipos. La división de bandos no guarda relación con el estilo de juego: Mourinho es un constructor de proyectos, basado en un fútbol más bien orientado a la destrucción.

¿Quién es el mejor entrenador del mundo, entonces? La respuesta es tan antipática como inevitable: Depende. ¿Para un equipo como el St Etienne o el Lille? Un trabajador con las ideas claras y carácter como Christoph Galtier es el mejor del mundo. ¿Significa que Galtier es el mejor entrenador posible para construir un proyecto que demanda desenredar un quiste de egos como el que cuelga en el vestidor del Parque de los Príncipes? No, para ese tipo de trabajo ya no es el mejor.   

Unai Emery y más recientemente Graham Potter personifican, aún con estilos de juego y personalidades diametralmente opuestas, la nula relación entre el perfil de técnicos que requieren clubes como Sevilla o Brighton (contextos en los que fueron y probablemente siguen siendo los mejores del mundo), en contraste con los deberes que exigen clubes como Arsenal o Chelsea. ¿Qué es más meritorio: saber construir en la carencia o administrar la abundancia? 

Ser exitoso como Potter o Emery en equipos medianos parece a primera vista la tarea más ingrata. Significa encarar una lucha desigual a largo plazo (por lo general 38 partidos) contra equipos con presupuestos mucho más holgados y por lo tanto, al menos en teoría, con más y mejores futbolistas de los que ganan puntos. Cuando un técnico logra la proeza no sólo de competir en desventaja contra estos equipos, sino sumar más puntos que ellos, la consecuencia inmediata es verse orillado a dejar ir a los futbolistas más destacados del equipo, a aquellos jugadores que lo hicieron posible. Y en la mayoría de los casos, únicamente para reforzar las alternativas en la banca de aquellos equipos con los que a la larga el sistema nunca te permite competir.    

Son estos mis técnicos favoritos: a quienes nunca verás en una gala de FIFA. Los que escriben en dorado las páginas centrales en la historia de un club y no los que añaden sus nombres a la larga lista de otras deidades en equipos que nunca partieron en desventaja competitiva. Urs Fischer en el Union Berlin y Gian Piero Gasperini en la Atalanta son mis predilectos, por su capacidad de reciclar indefinidamente el ciclo de milagros al grado de normalizar sus hazañas hasta dejar de ser sorpresa. 

Roberto De Zerbi, primero en el Sassuolo y ahora en el Brighton agrega un elemento que eleva al infinito el grado de dificultad en la hazaña de sostener la calidad y solidez del juego durante varios años sin evidenciar el desgaste que exige encontrar mecanismos para poder competir con éxito en la adversidad. Y este elemento está en proponer un juego basado en tener siempre la iniciativa, presionar tras pérdida, construir el juego con pases cortos y riesgosos muy cerca de su portería y asumir los riesgos que todo ello conlleva. Riesgos que son asumibles cuando diriges al Bayern o al Manchester City o al Barcelona, equipos que contra la mayoría de sus rivales cuentan con el aval que ofrece la calidad de los jugadores caros, los que resuelven en las áreas rivales, los menos propensos a fallar un pase en su mitad del campo… justo los que no están al alcance de equipos modestos como Sassuolo o Brighton y que cuando los encuentran es solo para perderlos inmediatamente, porque el fútbol se juega a la vista de todos y es imposible tener armas secretas.   

¿Podemos concluir entonces que Fischer, Gasperini y De Zerbi son los mejores entrenadores del mundo? Bueno, son sin duda alguna los mejores del mundo para Union Berlin, Atalanta y Sassuolo, respectivamente. Pero si se marchan a un club donde tengan que administrar la abundancia, a lo mejor les ocurre lo que a Galtier, Potter o Emery.

¿Y en el sentido inverso? ¿Sacarían adelante constructores como Guardiola o administradores como Ancelotti proyectos con limitaciones económicas? Tristemente en el caso de Guardiola, seguramente moriremos con la duda. Escribo tristemente porque sería interesantísimo verlo aventurarse a un equipo distinto al Barcelona, Bayern, Manchester City o el que venga después, que difícilmente será un club como el Girona. Mientras no ocurra, Guardiola seguirá siendo el mejor solo para una categoría de equipos: aquellos que lo tienen todo a favor. El más que discreto paso de Ancelotti, ya como técnico degradado, por Napoli y Everton antes de su vuelta triunfal al Real Madrid sí que debería despejar dudas sobre la verdadera dimensión del italiano como entrenador. 

A la mitad de estos polos emerge en 2023 Luciano Spalletti: un veterano y reconocido entrenador más o menos vanguardista, pero al que nunca se le asignó un claro sello futbolístico y que no atesora un palmarés deslumbrante. Hoy es el mejor de todos porque ningún técnico del mundo es capaz de hacer jugar al fútbol con la precisión y la consistencia que exhibe el Napoli en todas las dimensiones del juego. Un club que en su centenaria historia solo ha ganado el scudetto incidentalmente, por competir con un presupuesto menor al de los otros contendientes. Es su obra maestra. Spalletti evolucionó como entrenador, se dejó empapar por las nuevas tendencias evolutivas del juego y se reinventó hasta convertirse en el mejor técnico del mundo. El mejor imaginable… para el Napoli y sus circunstancias. 

Yo también soy el mejor entrenador del mundo… para mi hija, que es lo que me interesa.