Hacerse viejo es el fenómeno más democrático que existe. Se trata de un proceso casi marxista que desconoce clases, razas y géneros: nadie saca ventaja, todos envejecemos parejo.
A estas alturas recuerdo pocos episodios de mi carrera con la nitidez de aquella mañana de abril, tirándole a mediodía en la cáscara de los jueves. Me bajé del coche, saludé al malísimo portero que en sus ratos de ocio se dedica a producir SportsCenter y éste me recibió con una noticia que me sacudió por inesperada y descabellada: ¡Chicharito se va al Manchester United, wey!».
¿Neta? ¿Seguro? ¿Así como así? Digo, es broma, ¿no? Pero… ¿está confirmado? Hugo Sánchez tuvo que ensuciarse primero las botas en el Atlético para dar el salto al Real Madrid; Rafa Márquez debió acumular méritos en el Monaco antes de consagrarse en el Barcelona. No podía entender cómo la joven sensación de Chivas había sacado pase directo para jugar en el Manchester United.
Es bueno precisar que por aquellos tiempos, el Manchester United era la Mecca. Nada que ver con el decrépito elefante en el que la pasada década le ha convertido.
El modélico y angelical delantero se descompuso a la par: futbolística y mentalmente. Pero nunca se quebró. Su determinación, hambre y fe le permitieron dilatar una carrera en Europa que hace rato no daba para más. Analizado fríamente, su balance fue de una temporada buena, dos regulares y media mala en el United. Seis meses discretos en el Real Madrid. Un año bueno en Leverkusen y otro más bien pobre. Dos años horribles en West Ham y seis meses fantasmagóricos en Sevilla. Así y todo, bien haríamos en ponernos de pie para recibir al apenas tercer futbolista mexicano que puede presumir de haber causado revuelo en la élite.
A lo largo de 3568 días y 3568 noches Javier Hernández calló un sinnúmero de bocas. Mismas que fácilmente se destaparon para obligarle a él a cerrar los oídos. Su historia al final no resulta alegre, ni triste. Fue simplemente humana.