Hubo un tiempo, no muy lejano, en que el Barcelona lo tenía todo: estilo, orgullo, cantera, Guardiola, Puyol y Messi. Está claro que nada es para siempre, que lo bueno dura poco, que la noche es oscura y está llena de terrores. Pero, ¿cómo diablos ese admirado y envidiado equipo tornó en un club sin estilo, ni orgullo, ni cantera, ni sentido de la vergüenza en tiempo récord?
Antes de ser el hazmerreír de los siete mares, el Barça fue un equipo que históricamente encontró la manera de ser grande en la derrota. Perdía bastante más que en estos tiempos, pero en la caída le quedaba el estilo de juego (siempre propositivo, siempre entretenido), le quedaba su filosofía (fichar a los mejores, rodearlos de canteranos) y le quedaban tangibles como su excepcional elegancia (renunciar a los ingresos por ensuciar con patrocinios su camiseta, como hacían los clubes cualquiera). Cuando lograba ganar, entonces ganaba a lo grande.
Ahora no le queda más que eso: ganar y volver a ganar, pues cuando no lo hace, se topa con que ya vendió hasta sus guaridas para refugiarse. Porque al final prácticamente todos pierden, grandes y chicos, sobre todo en la Champions League. Pero a la mayoría de ellos, tras el silbatazo final, aún les queda su identidad. No al Barça, que la vendió a cambio de, con todo y todo, continuar a 8 Copas de Europa y 7 Ligas del Real Madrid, a quien sólo reemplazó en su papel de gran bufón del futbol europeo.
Fichar a un tipo problemático, egoísta y de valores tan cuestionables como ya era el Neymar de 2013, pagar por él mucho más de lo reportado y defraudar a medio mundo en el camino ya eran pruebas irrefutables de que el Barça había perdido el rumbo. Quererlo de vuelta en 2019, tras confirmar los peores presagios sobre la toxicidad del brasileño, es la prueba definitiva: no de que el Barcelona se ha bajado los pantalones, sino de que ya ni tiene el decoro de subírselos… aunque tan solo sea por si se cruza por ahí con Antoine Griezmann.