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Malcriados

¡Ga-ná una co-pa laputaqueteparió! ¡Gaaaaná una coooopa laputaqueteparióóóó! ¡Ganá una copa, la puta que te parió…! Hace ya 10 años de aquello y sigo sin estar preparado para echar a andar el video de Youtube en donde la afición argentina liquida a la mexicana con lujo de crueldad en los alrededores del estadio. Comparado con aquella indigerible guerra de cánticos, el funesto gol de Maxi Rodríguez resulta ya un suave diurético.

El punto es que una década después de caer por partida doble en la batalla de Leipzig, seguimos sin ganar una copa que justifique nuestras ambiciones y legitime nuestras exigencias. Ganamos el oro en Londres 2012, ¡sí señor!, pero sobredimensionado o no, el logro no fue acompañado por un trofeo, maldita sea. Y una celebración sin pedazo de lata como epicentro es como un antro sin barra de bebidas, un sitio de taxis sin altar a la Virgen o una contracolumna de Barak sin metáforas más chafas que las de Arjona.

Ciertamente, las vitrinas de la FMF conservan con celo media docena de floreros gigantes que nos acreditan como ganadores múltiples de la Copa Oro. En medio, como si del Santo Grial se tratara, se exhibe un trofeo dorado parecido a la Copa del Mundo, pero más pequeño; premio por haber ganado algo parecido al Mundial, pero más pequeño. Escoltan a la Copa Confederaciones, dos Copas del Mundo sub 17, que son como marcos de la Mona Lisa en rompecabezas de 5,000 piezas: de mérito incuestionable, pero adornos infantiles a fin de cuentas.

La cruda realidad es que México nunca ganó un Mundial. Jamás jugó semifinales de un Mundial. Ni siquiera clasificó a un Mundial en primer lugar de Concacaf desde Francia 98. No sabemos lo que es ganar la Copa América (y cuando al fin lo hagamos, ya encontraremos atenuantes para menospreciarla, como ocurre con todos los demás éxitos). México no tiene a ningún futbolista entre los 75 mejores del planeta. Ningún mexicano juega en cualquiera de los 12 clubes más potentes del mundo, tampoco.

Y sin embargo, la selección vive en permanente deuda. Pase lo que pase, su degustación queda a deber. Cuando gana, el partido no era lo suficientemente importante. Cuando pierde, el juego -antes molero- cobra súbita trascendencia. Cuando empata y hasta cuando golea, el resultado siempre sabe a derrota en nuestro exquisito paladar. Aficionados, medios, directivos y ex futbolistas somos unos malcriados que ordenamos cambio de técnico como quien exige un juguete nuevo para romper inmediatamente. ¿A quién le hemos ganado para portarnos así?