Entonces agaché la cabeza y cubrí mis ojos con los dedos. No había razón para torturarlos un segundo más. Durante 179 minutos Jorge Campos lo había parado todo, maldita sea. Primero en Ciudad Universitaria, luego en nuestro estadio, el Azteca. Sólo faltaba que se le ocurriera atajar el tiro penal en el último minuto.
Nadie se acuerda si fue justo o injusto, producto de una falta o de una mano. No importa quién cometió la infracción, ni quien la provocó. Brizio dijo penal, Hermosillo se borró del mapa y Julio Zamora se acercó, entre reclamos al área de castigo. Eran torneos largos, no las mariconadas de hoy en día. Cruz Azul había metido 91 goles aquella temporada. No me vengan con el América de Beenhakker y esas mamadas: La Máquina de mediados de los 90 era una oda a las ganas de vivir. No nos paraba nadie… hasta que nos topamos con ese payaso gigante de 1.70.
El penal nos cayó del cielo. Habíamos perdido sorpresivamente 1-0 de visita y el 1-1 global nos alcanzaría para avanzar a semifinales. Entonces agaché la cabeza y cubrí mis ojos con los dedos, pero como es natural, al momento del silbatazo no logré reprimir el reflejo de índices y anulares que filtraron el espacio que separaba a mis retinas, ubicadas en platea alta, de la portería de mi izquierda.
No debí hacerlo. Esa mancha fosforescente llamada Jorge Campos adivinó el lanzamiento y se estiró cual hombre elástico para desviar el balón una última vez. Entonces sí, agaché la cabeza y cubrí mis ojos con los dedos, pero ahora con fuerza para no tener que abrirlos nunca más. Mi pequeño mundo se vino abajo. Juro que fueron los dos segundos más tristes de mi existencia.
El gol que más recuerdo de mi vida no lo vi. ¡Pero cómo lo escuché! El desconocido de al lado me zangoloteó descontroladamente, yo lo abracé fuerte, muy fuerte, como si no volviera a verlo nunca en mi vida. Y cuando se perdió entre la multitud, no lo vi más. Tampoco es que pudiera reconocerlo si algún día me volví a cruzar con él. Ni siquiera nos despedimos, pero cómo nos abrazamos.
Al parecer el balón le cayó a Guadalupe Castañeda y éste le pegó con el alma, apuntando al hueco entre las piernas del monstruo de ocho manos, como aquel tarado que de tan mala puntería le dio a Aquiles justo en el talón. Fue el único gol que metió Lupillo en sus 250 partidos con Cruz Azul.
Al final no sirvió de nada, claro. Cruz Azul perdió contra Necaxa sin decir ni pío. El Cuchillo Herrera me obligó a agachar la cabeza. Para siempre.