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Ni tan pendejos, ni tan chingones

I’m Mexican, what’s your super power? Aquel letrero viral impulsado por varios gestos conmovedores que enmarcaron los terremotos de septiembre pasado es un ejemplo de cómo los mexicanos estamos convencidos de nuestra singularidad. 

Aseguramos poseer peculiaridades fuera del alcance de cualquier otro humano no determinado por el azar de haber crecido al sur del Río Bravo y al noroeste del Usumacinta. Nos urge ser especiales, si no únicos. Y no nos conformamos, como hacen nuestros hermanos argentinos, con reclamar el patrimonio universal de las virtudes. 

Nos jactamos de ser los mejores anfitriones, los tipos más solidarios, corteses, ocurrentes y fiesteros; amén de tener la mejor comida del mundo y el segundo himno más bello de cuantos se entonan en el planeta. Pero también nos fascina colgarnos las medallas a los más impuntuales, desordenados, incumplidos, corruptos, despilfarradores y borrachos. 

Como si en Taiwán no fueran extremadamente amigables o en Arabia Saudita llegaran a sus citas más temprano o como si en Italia se comiera peor o la bandera de Australia no fuera también muy bonita. En realidad, para lo bueno y para lo malo tenemos 194 naciones que nos hacen competencia, bastantes más de las que nos topamos en la Copa del Mundo. Allá donde nunca somos los mejores, ni mucho menos los peores… sin importar cuánto anhelemos lo contrario.   

Cada Copa del Mundo es lo mismo: llegamos con la certeza de que harán el ridículo, dos partidos después ese ellos integrado por jugadores, entrenador y directivos se transforma en un eufórico nosotros, abordo del barco que ganará el Mundial.

Cuatro partidos cada cuatro años nos alcanzan para creernos la selección que mejor futbol practica. Y luego afirmarnos como los únicos que siempre pierden a la hora buena. Lo que nos convierte, sí señor, en el equipo más inconsistente del universo. Así es nuestra obsesión por auto reconocernos como «los más» en cualquier apartado.

Como si Marruecos no practicara futbol gourmet o Rusia no navegara también entre lo sublime y lo ridículo o Suecia no estuviera harta de perder siempre en el último minuto o Inglaterra no tuviera fobia a los penales que se avecinan.