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No se murió el amor

Aquella que te hace aficionado a un equipo de futbol es la mayor de las nimiedades. En el desarraigo propio de las metrópolis, un llavero regalado en el momento justo por la persona correcta puede ser tan determinante como un gol narrado con gravedad y trascendencia, para engatusar a un niño sin cayo en el reconocimiento de lo baladí. 

La mayoría de los pequeños se hace primero de un ídolo. Cuando éste cambia de camiseta, puede que el niño se haga temporalmente de aquel nuevo equipo hasta que descubra que no merece la pena, que los futbolistas van, vienen y hasta se retiran; pero el club permanece (a menos de que sea Jaguares, Irapuato, La Piedad, etc…) Tras muchísimos años, el aficionado alcanza la madurez cuando experimenta una nueva metamorfosis: se da cuenta de que todos los equipos son más o menos lo mismo, empresas que buscan ganancias con fórmulas parecidas cuando no idénticas. Y entonces, consciente de lo infantil que es la fidelidad hacia un club o jugador, sigue al equipo que mejor satisface sus estándares de buen futbol, sin distinguir colores.

Yo empecé a irle a los Delfines de Miami por asociarlos a unas vacaciones de chiquito en Florida. A los Azulejos de Toronto por ser azules y porque mi tío se fue a vivir allá y, sobre todo, porque ganaron la Serie Mundial, justo cuando los Atléticos de Oakland me seducían para arrancarme de sus brazos. 

Al Cruz Azul le fui infiel mil veces: en una temporada en la que acabaron antepenúltimos, cambié de equipo cada jornada, siendo el Potosino y los Tecos mis deslices más duraderos. Cuando descubrí que Cruz Azul me garantizaba mayor estabilidad que los primeros y menor antisemitismo que los segundos, volví con la cola entre las patas. Y la verdad, me enamoré perdidamente. Estuvimos más de diez años infelizmente casados, hasta que me sacó de quicio. Lo lamento por todos los pobres diablos que cayeron en sus garras después de 1999. 

Del Barça me hice porque era la mejor forma de manifestar mi odio a Hugo Sánchez. Después por su estilo de juego, luego por sus ideales y al final, por sus eventuales victorias. Dejé de reconocerlo hace tiempo, pero los títulos relajaron la pérdida progresiva de su estilo e ideales que me hicieron rendirme a sus pies. Me ha engañado por años y yo he mirado a otro lado. Blue Jays y Dolphins son eternos perdedores que, aunque ya no me representan, logran conectarme con el niño que empezó a seguirlos por una estupidez. Al Barcelona, en cambio, cada vez lo veo más azul y menos grana.