¡Hújule… siempre empatan! Lo dijo mi suegra cuando en la mañana me preguntó cómo habían quedado México y Argentina. No sé cómo iban cuando decidió irse a dormir ni tampoco asumí el riesgo de averiguarlo, no fuera a pensar mi suegra que amanecí con ganas de conversar. ¡Hújule… siempre empatan! A mi suegra le divierte el infortunio de la selección y aunque su única área de especialidad en esta vida tenga que ver exclusivamente con la ciencia del entrometimiento, esta vez tenía los dientes postizos cargados de razón: México siempre empata.
No entendamos empate como la acción de igualar en número de goles con el adversario. Es obvio que en ese sentido México alterna empates, victorias y derrotas en religiosa proporción. Hablo de ese atributo que nos permite desde hace tiempo pelearle de tú a tú al que sea de allá arriba… y en paralelo, tramita una licencia permanente para quien sea que guste de ponérsenos al brinco desde allá abajo.
Así México en las grandes citas, puede igualar contra Argentina en un amistoso, perder ante Holanda en octavos de final y hasta vencer a Brasil en una final olímpica (el resultado es circunstancial, pura consecuencia tras millares de accidentes cuyos efectos acumulativos separan a vencedores de vencidos o los guían, cuando es viable, al sendero común del empate). Lo que se ha mantenido inmutable es el método que conduce a la selección a la repartición final de goles.
En Brasil 2014 sólo derramaron lágrimas quienes no fueron previamente bautizados a prueba de traumas en Francia 98. Fue la experiencia y no 16 años de madurez lo que nos contuvo el año pasado, a quienes chillamos tras regalarle aquel partido a Alemania en Montpellier, de llorar de nuevo cuando la historia se calcó en un escenario distinto pero con idéntico marcador y coyuntura.
Lo acontecido aquella tarde contra Holanda en Fortaleza apenas dista de lo ocurrido antenoche en Dallas frente a Argentina o el siglo pasado ante Alemania. México compite, México propone, México no es menos que nadie, México le da toque al que se ponga en frente, México domina, México perdona, México no amarra, México pierde el volante… y al final México empata, o pierde, o incluso gana. Como en la final olímpica de Wembley cuando el heroico Tri tuvo ocasiones de sobra para golear a Brasil y luego regaló el partido. Como se ganó, nadie presta un byte de almacén en su memoria a aquel pase de Hulk a Óscar en el último segundo. Brasil había anotado el 1-2 en el minuto 90 y de no haber sido por ese garrafal remate, solito en el área chica, le hubiera sacado el oro a México por la misma ruta de siempre: no saber manejar los grandes partidos.