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Oribery

Hace 29 años que el doctor lo tiró a la basura y se quedó con la placenta. Dicen que es tan feo que hace llorar a las cebollas. Su rostro es una oda a la fealdad, en eso nadie le gana. Ni mandar a la abuela a comprar droga es tan feo como él. 

Si apartamos la histórica final de Londres que le encumbró ante los ojos del mundo, su palmarés no está mal aunque sea más bien discreto: dos subcampeonatos en la Liga de Campeones, dos o tres títulos de liga, ningún campeonato de goleo, ni nada parecido. Ahora, ni duda cabe, atraviesa el mejor momento de su carrera. Tras tocar el cielo de Wembley le han llovido halagos, gratitudes y hasta propuestas indecorosas. Aunque ya nunca tendrá tiempo de jugar en el Barcelona o en el Real Madrid, pocos creen que desentonaría. 

La selección nacional es una  vergüenza y por eso cayó al pantano del repechaje para obtener su boleto al Mundial, pero a él se le perdona porque está libre de toda culpa. Aún así, consterna descubrir que en selección mayor no pase de 15 anotaciones. 

Mete goles, pero ni consumiendo chochos podría acercarse a los 90 por año que firma Messi. Es rápido y potente, pero ni en sus sueños alcanza la velocidad de Cristiano Ronaldo. Es carismático, ni duda cabe, pero no lo suficiente para promediar tantos comerciales por minuto como Chicharito. 

Sin embargo, sería una infamia calcular su calidad y peso específico echando mano de herramientas estadísticas. Jugadores que siempre toman la mejor decisión con el balón, corren como condenados tras él, tienen drible y le pegan de donde sea no abundan. Su derecha es un tubo, su izquierda no está mal. Tiene gol, último pase, genera espacios y conoce como pocos el don de la puntualidad: aparecer religiosamente cada vez que en verdad se le requiere. 

Como él sólo hay dos. Si tan sólo rematara bien de cabeza, Franck Ribery: próximo Balón de Oro, sería comparable con el mismísimo Oribe Peralta.