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Para Arrancarse los Ojos

Primero perdió la clase, luego la identidad, después los partidos y, por último, la dignidad. El Barça empezó a perder en la victoria, después perdió en la derrota y ahora pierde sin necesidad siquiera de jugar. Pronto dejará de perder, porque para perder cosas primero hay que poseerlas. Y al Barcelona apenas nada le queda por extraviar en su naufragio. 

No hay mayor ironía que rebelarse ante el destino. Miren lo que le pasó a Edipo. Y si no lo saben todavía, paren inmediatamente de leer este esperpento de columna e ilústrense un poquito con la obra de Eurípides (¿o era Sófocles?) Pregunten y luego regresan. O tan solo sáltense el tercer párrafo para evitar spoilers. 

En resumen, a Edipo le dijeron que iba a asesinar a su padre, acostarse con su madre y ser hermano de sus hijas. Comprensiblemente no le gustó y, aunque la profecía carecía del mínimo sentido, huyó de casa por si las dudas. En el camino mató accidentalmente a un viejo en una estúpida pelea de tránsito, se encogió de hombros, llegó a un nuevo pueblo y se casó con la reina. Era un gran hombre, feliz y respetado… hasta que años después se enteró de que el viejo necio de aquel día era su verdadero padre, el Rey: primer esposo de su madre biológica y más recientemente esposa y madre de sus hijas. Abatido, el rey accidental hizo lo que haríamos gustosos todos los aficionados del Barça ahora mismo: se arrancó los ojos.

Antes de esta pretenciosa analogía (todos leímos el compendio de Edipo Rey en secundaria) les contaba que hasta hace bien poco al Barcelona había perdido clase, identidad, títulos y dignidad. A Messi no lo perdió, pero la forma en que se lo quedó duele más que su abortada partida. Con todo, Ronald Koeman tenía a la mano una fórmula para recuperar un rayito de ilusión en la penumbra absoluta: la Masía. El éxito de Koeman no pende tanto de ganar partidos como de competir con aquellos a los que el Barça dio la espalda en su confundida intención de prolongar su falso reinado a toda costa. 

Tampoco era tan difícil: tenía que alinear a Ansu Fati y a Riqui Puig, rodearlos de gente con galones, darle minutos a otro par de chicos y recuperar de a poco lo perdido. Si el pasto nace hasta en los milimétricos huecos que deja el concreto, la ilusión culé no necesitaba más que ver crecer a Fati, Puig y algún otro cada semana en el Camp Nou. Y asumiría de antemano que la pérdida de algunos puntos habría sido la colegiatura, la dolorosa cuota de aprendizaje. Si parecía que el trastorno del culé era ya irreversible, el nuevo técnico, con la sensibilidad de un paquidermo aplastó de raíz uno de los dos tallitos que amenazaban con crecer en el apocalíptico empedrado. El fin llegó aún antes del principio.

El Barcelona ya era así entre 1899 y 2008: melancólico, autodestructivo, paranoico esquizofrénico y perdedor. Pep Guardiola lo transformó. Del pie de Messi, Iniesta, Xavi y Puyol convirtió al Barça en una obra maestra. Tan perfecta, sólida y bien estructurada que se veía imposible una regresión a tiempos pasados. Lo de Guardiola fue un parteaguas en la historia del club: el Barça se transformó en un equipo convencido, seguro de sí mismo, capaz de cambiar para siempre la mentalidad autodestructiva de origen. O eso dijimos. 

El Real Madrid, aún en sus momentos de mayor penumbra y menor rumbo siguió ganando lo que de verdad importa. Y lo consiguió en múltiples ocasiones, manteniendo así la distancia de siempre. Nació rey y gana aun cuando menos lo intenta. Ese es su destino. El del Barça, arrancarse los ojos ante tamaña realidad.