Pude ser Pikolín Palacios, escogí ser Barak Fever. Tomé el camino fácil, supongo. En la primaria mis amigos decían que era malo jugando al futbol. Y por más que me esmeraba, no lograba contradecirlos en el tribunal de la verdad: el patio de la escuela, a la hora del recreo. Los niños son las peores personas del mundo y las burlas eran más apabullantes en proporción a mi excesivo interés por el deporte que tan mal practicaba. Me sabía todos los campeones, subcampeones y líderes de goleo en la historia de los Mundiales pero era incapaz de driblar un cono. El cono era yo, de hecho.
Un día decidí rentabilizar mi única aptitud: esa milagrosa colocación para salvar anotaciones revolcándome de pies y cabeza en la línea de gol. Empecé entonces a ser el último en gritar “¡zafo parar!” A mis 12 años era un retiro digno del futbol de verdad. Si estaba condenado a ser espectador, al menos vería las acciones desde dentro, aunque fuera con el fraude de usar las manos.
Pasé a ser de los primeros que escogían mis compañeros a la hora de armar equipos: “Vas a parar, ¿verdad?” Era amenaza más que pregunta. Me probé en Ciudad Universitaria. No me seleccionaron, pero tras refutar la decisión me otorgaron una segunda oportunidad. Habrá sido mi arrogante rebeldía, tan de Pumas, de protestar los designios del destino. O lo más probable, tan sólo fue esa pinta de niño rico presto a contribuir a la economía de los entrenadores en fuerzas básicas. En cualquier caso, cambiaron de opinión.
Luego me faltó hambre. A los 14 años decidí enfocarme en el análisis; total, figuras y petardos, todos terminamos irremediablemente en el costal de comentaristas: sangujas alimentadas del balón vía satélite. Así fue como me libré de 15 años destinados a recoger la polilla de Sergio Bernal y todo para, en el remoto caso de finalmente ver cumplidos mis sueños, haber sido un portero más en el montón. Si Ochoa no soporta tener a Corona delante, si Casillas sufre por ser banca de Diego López; yo me congratulo de haber burlado a la más cruel de las adversidades: ¿suplente de Pikolín? ¡Ni madres!