Hay gente que no debería envejecer nunca. Melenas a prueba de tijeras. Rodillas capaces de cargar un corazón tan grande como el tuyo. ¡Maldito tiempo que consume lo irrepetible!
Siempre tuve pánico de que llegara un martes como hoy. La fecha en que tuviera que hablar de ti en tiempo pretérito. El día en el que me vería obligado a redactar mi mejor columna, la que nunca quise escribir. Y si no la mejor; sí la más esforzada, la más sentida, algo digno de ti. Sé que es imposible alcanzar un grado de dedicación que emule tu entrega durante 90 minutos más tiempo agregado, pero rendirme a la evidencia sería una fatal contradicción. Si tuvieras la desdicha de conocerme, no me dejarías bajar los brazos.
Una dilema me atormenta ahora por encima de todos. ¿Cómo explicarle tu incalculable nobleza a mis herederos? ¿Cómo evocar aquello que ni las estadísticas, ni el palmarés, ni los videos en Youtube serán capaces de registrar jamás? ¿Cómo convencerlos de que no estarán atendiendo al relato del viejo obstinado en idealizar un pasado borroso?
Nunca pude idolatrar a Messi o a Ronaldinho. Primero por el requisito natural que exige ser menor a tu ídolo. Segundo, porque nacieron con el gen del talento. Su mérito fue pulir sus cualidades y no perderse en el camino. Tuvieron que esforzarse sin duda, pero hasta cierto punto. Lo tuyo fue en sentido inverso: siempre defendí a muerte tus irreprochables virtudes técnicas, aunque tu magia fuera más bien humana, la que se supone está al alcance de todos.
Ganaste decenas de títulos, todos los que un futbolista puede imaginar. Los conseguiste a pulso, sólo tú sabes tras cuántas privaciones. Consecuencia de largos años de ayuno en los que, no lo niegues, eras el único que valía la pena de aquella sufrida defensa. De lateral derecho, de lateral izquierdo, de central o de todo al mismo tiempo. Valías por tres o cuatro.
Luego llegaron los buenos tiempos. Cuando tu velocidad cubría las escapadas de Alves o alguna distracción de Márquez sin que dejaras rastro de evidencia. Cuando tu permanente hostigamiento convirtió a Piqué en uno de los mejores del mundo. Cuando celebraste cada gol de tus compañeros con una genuinidad generalmente limitada al aficionado. Cuando decidiste heredar en vida a Eric Abidal ese momento que te pertenecía: la instantánea en Wembley que completaba la trilogía de París y Roma, entre tantas otras lecciones de ética nunca vistas, y menos en un tío con tu pinta cavernícola.
Disputaste cada balón como si ignoraras el concepto del mañana, con la responsable temeridad que exigiría la última pelota de la Tierra. ¿Cómo olvidar cuando pusiste tu nariz en medio de las redes y la bazuca de Roberto Carlos, entre tantas acciones similares? Entre criminal y suicida siempre preferiste lo segundo. Por esa limpieza de juego y espíritu te expulsaron no más de tres veces: dos contra el Racing por doble tarjeta amarilla y una roja directa contra el Arsenal, que inmerecidamente te sembró Cesc.
Pude entrevistarte unas cuantas veces Carles, pero no asumí semejante riesgo. ¿Y qué tal si resultaras un tipo normal? Siempre elegí a otros jugadores porque las deidades han de mantenerse inalcanzables. Hasta cierto punto, como el día en que nos cruzamos a la salida del entrenamiento, y no me resistí a darte una palmadita por detrás del hombro. Puro reflejo.
El amor ciego, ese sentimiento de entrega y afecto que sólo puedes depositar a cuenta del ídolo de tu niñez o del hijo de tu adultez, no procura reciprocidad, ni siquiera se la plantea. Por eso te escribo esta carta abierta, sabedor de que no la leerás nunca. Aún así la enrollaré dentro de una botella y la lanzaré al océano ciberespacial por si algún día, dentro de unos años tal vez, llegaras a encontrártela y con paciencia hasta a terminarla. Entonces nunca lo sabré, pero este martes maldito habrá cobrado un ápice de sentido.