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Ronaldo

“¿Qué tal si le pidieras a Dios que te hiciera el mejor jugador de futbol en el mundo… y en realidad estuviera escuchando?” (Comercial de Nike, hace 15 años).

Messi, tan liviano, habría caído en el intento; Cristiano, tan delicado, se hubiera tirado al segundo hachazo… Él, en medio del torbellino de jalones, rodillazos y desesperadas barridas  se aferró al balón como demonio de Tazmania, recorrió la mitad del campo en 10 segundos de combate contra el mundo y le metió gol al Compostela, para de paso perpetuar el nombre del modesto rival por los siglos de los siglos.

En 1996 clonaron a la oveja Dolly, y Keiko se despidió de Reino Aventura. Pero si por algo debe ser recordado es por la erupción del padre de todos los fenómenos. En aquel año no se registraron huracanes, tsunamis, ni terremotos de gravedad… Bastó con Ronaldo Nazario: Ronaldo el auténtico, Ronaldo I, Ronaldo el eterno. 

Si en la práctica, hace por lo menos cuatro años que el brasileño estaba en el retiro, su adiós oficial es una imperdible ocasión de rendir tributo a su legado. En mi caso, y en el de la mayoría de ustedes, la noticia contribuye además a que nos sintamos un poco más viejos. Quiero decir: vivimos los retiros de Maldini, Hugo Sánchez, Zidane y Maradona… pero lo de Ronaldo es diferente, porque a él sí que lo vimos emerger.

Quién sabe si en nuestras vidas nos vuelva a tocar alguien que meta ocho goles en un solo Mundial. Se trata del futbolista de nuestra generación: Ronaldo, el de la potencia. Ronaldo, el del vértigo. Ronaldo, al que jamás se le vio fallar un mano a mano (bueno, un amarguete me evocó a Van der Sar en Francia ’98… pero concordarán en que a veces  vale la pena engatusar a nuestros recuerdos).

Y aunque nos amparemos en la memoria selectiva, tristemente encontraremos lugar para Ronaldo, el de las rodillas rotas; Ronaldo, el gordo; Ronaldo, el mil amores. El superhombre que nos hará suspirar de nostalgia por lo que fue, pero también por lo que pudo haber sido con una pizca más de suerte y compromiso.