En 1997 jugaba en el Leganés. Al salir de un entrenamiento, el tímido negrito de 16 años dejó atónitos a compañeros, periodistas y mozos alrededor con el espectacular lagarto que ataba el pantalón a su cintura. Eto’o se había gastado su primer sueldo en un discreto cinturón forrado en piel de cocodrilo.
Trece años después, Samu decidió invertir más de un millón de dólares en relojes para sus compañeros de selección, con valor de 50mil cada uno. El obsequio era un premio por la calificación a un Mundial del que Camerún se fue con dos goles a favor. Ambos anotados por Eto’o.
El suyo es un curioso caso de egoísmo generoso, o de generosidad egoísta; que no son lo mismo. A diferencia de la mayoría de cracks que adornan el firmamento balompédico, Eto’o jamás desaparece en los momentos cruciales. Enfermizamente ganador, juega para el equipo, con el único afán de que el equipo le corresponda jugando para él. Sofoca a los porteros, sopla orejas de compañeros, rivales, árbitros, recogebalones y cualquiera que ose acaparar por un segundo el esférico, solo para tomarlo y ponerlo en su lugar: adentro.
Tras darle dos Copas de Europa al Barcelona, Eto’o se marchó y ganó su tercera. Lo hizo sacrificándose como nunca: jugando donde le dijeran y cómo le dijeran. Su sed de venganza fue más fuerte que su ambición, y dejó por una vez que Milito lo eclipsara.
Pero su ADN no se alteró. Ayer, por ejemplo, firmó dos goles y dos pases a gol. Ya suma 18 anotaciones en sus últimos 15 partidos. Protagonista del peor negocio de la historia universal desde que Santa Anna malvendiera la mitad del país (el Barcelona lo cambió por Ibrahimovic, y encima le pagó 30 millones de Euros al Inter), la inmensidad de su nueve no fue emulada por el sueco, ni tampoco lo será por Villa, ni por Bojan, ni por nadie.
No firma tantos comerciales como quiere, ni le otorgan los premios individuales que sabe merecer, pero es el mejor de todos. Lleva más de un lustro siéndolo. Aunque solamente él y yo nos enteremos.