Vivimos tiempos cínicos. Es difícil escribir así. Intentar escribir bien, vamos. Pasan los días y a cada amanecer te descubres más débil: a más razones para pegarle un grito al cielo, menos aire sientes en los pulmones. Cuando te des cuenta, te has dejado arrastrar cómodamente por la inercia de lo irremediable. Se requiere de una fe inquebrantable para otorgarle a 2021 el beneficio de la duda.
¿Cómo llegamos hasta aquí? Bueno, tomamos malas decisiones. O la mayoría lo hizo por nosotros. Quedamos en manos de líderes nauseabundos o poco adiestrados en otra gama que no sea la del populismo. Luego tuvimos mala suerte. Aunque yo prefiero pensar que más bien, durante un siglo tuvimos la fortuna de esquivar una de estas pandemias cuyas consecuencias relativizan los daños causados por huracanes, terremotos, explosiones y calamidades anuales. Ha sido largo, desgastante y disparejo.
La pregunta no es si saldremos de esta, porque la respuesta es fácil: claro que sí. Siempre hemos salido. La cuestión real es más profunda y si cabe, dolorosa. ¿Por lo menos seremos mejores después de todo esto? Imágenes en todo el mundo: desde el asalto de supremacistas blancos al Capitolio hasta el estadio de Mazatlán, poblado por miles de voluntarios encantados de acudir al matadero y salir de éste en calidad de potenciales armas biológicas andantes, responden por sí mismas.
El futbol, o lo que queda de éste, sigue jugando a la rueda de San Miguel. Se disputan ligas, copas, copas de la liga, ligas de naciones y eliminatorias varias como si nada. Equipos enteros contagiados, técnicos sin tiempo de trabajar más allá de la recuperación postpartido y la relajación pre partido. A la mitad, futbolistas exhaustos y sin la preparación que otorga la pretemporada, ni mucho menos el impulso que ofrece la afición para encontrar el extra de combustión cuando el tanque se vacía. A estas alturas ya solo festeja los goles la minoría que aún no se ha parado a reflexionar cuál es el punto de hacerlo.
Sobrevivimos de un futbol fantasma que no sacrifica ni un partido por el bien del más elemental espectáculo. Mientras los avances tecnológicos han permitido que los jugadores del FIFA cada día se parezcan más a los reales; el retroceso ético del juego ha conseguido que un partido en la consola: con sus gráficas y ambiente artificiales sea ya casi indistinguible de un futbol de cada vez menos carne y más hueso, y al que ya se hace difícil llamarle real.