Casi todo es relativo en esta vida. El enfoque y las circunstancias sesgan la mayoría de nuestros juicios y valoraciones. Aún así existen unas cuantas verdades universales y absolutas que no admiten debate: azul es el cielo, irremediable es la muerte, corrupta es la FIFA.
Desde niños aprendimos que es inútil aspirar a un organismo que persiga vicios como el doping, la multipropiedad o ya de perdis, se pregunte cómo diantres una liga afiliada consienta que un club compre a otro para no descender y ahora hasta juegue la gran final. Quejarse a la FIFA es tan iluso como exigirle rectitud a nuestros célebres narcogobiernos.
Quienes hemos tenido la oportunidad de convivir algún minuto de nuestras vidas con el presidente de la FIFA, podemos constatar que se trata de un tipo encantador. Divino. Es el prototipo del súper capo: simpático, bajito y de manos impermeables. No importa cuántas gotas salpiquen las cabezas de sus más allegados; todos saben que es un gánster pero nadie ha reunido media prueba que lo inculpe de modo directo.
Videla, Noriega, Pinochet, Ceaucescu, Milosevic, Sese Seko, Hussein, Gadafi, Mubarak, Chávez y hasta, transitoriamente, el PRI. Desde 1974 cada costa de los siete mares aplaudió el final de muchas de las más enraizadas dictaduras de nuestros tiempos. Cuarenta y un años en los que Joao Havelange (a sus 99 ahora se dedica a robar aire) primero y Blatter a continuación, han logrado perpetuar las sucias estructuras del omnipotente corporativo que regula ese lucrativo fenómeno, tema de conversación más recurrente a nivel mundial, llamado futbol.
La desfachatez con la que vendieron la organización de los próximos Mundiales desató un huracán de acusaciones y denuncias. Fue el colmo de la impunidad y sin embargo, nadie hizo nada. Hasta que una madrugada de mayo el FBI demostró un poco del porqué de su buena fama en Hollywood. Los ingleses inventaron el futbol… los gringos lo están liberando.