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Periodismo Deportivo

Brady y… nosotros

Había papelitos blancos por doquier. La mayoría menudencias alrededor de 7.35 yuanes, o de 9.80 en el mejor de los escenarios. El reto era avistar uno de los largos, que justificara los minutos de exploración. Al principio mis reflejos eran lentos, mi anticipación tardía. La torpeza de mis dedos hacía inútil el privilegiado alcance de mis larguiruchos brazos. La necesidad me obligó a pulir mi técnica, enfriar mi sangre y pronto aprendí a competir en el océano del comedor de prensa con los mismísimos tiburones brasileños, maestros en el arte de pepenar recibos para comprobar viáticos. Cazar un ticket de 40 yuanes era tan estimulante como entrevistar en exclusiva a Yelena Isinbayeva, Kobe Bryant o Usain Bolt.

Era un joven reportero mexicano en los Juegos Olímpicos, uno entre tantos que hoy se dan golpes de pecho y exigen excomulgar a la rata, como si no fuera uno de nosotros: la representación más depravada del estereotipo que el gremio ha sembrado.

Honrosas excepciones obviadas, nuestros mal pagados reporteros no son distintos a nuestros policías o maestros. Sus directores, jefes o líderes coinciden también en parámetros de codicia y mezquindad.

En un país que, solo por detrás de Irak y Afganistán, registra el mayor índice de periodistas asesinados, a los profesionales de la comunicación deportiva nos suele quedar gigante tan honroso apelativo.

Reporteros del deporte amateur que se desviven por cubrir improductivas conferencias matutinas sin más afán que desayunar gratis. A los que tienen el futbol como fuente podrá escapárseles la nota, pero jamás el último sándwich en la sala de prensa. Y el chayo, ese término tan reporteril que define a las playeras o llaveritos cortesía de clubes u organizadores, el chayo es… el santo grial.

Articulistas que, en bucle, recurren a insulsos clichés como «el equipo se reporta listo» en notas sin contenido; editorialistas que escriben remedos de columnas; damas y caballeros incapaces de disimular sus plagios de copypaste son pan de cada día.

Trabajo feliz en Estados Unidos, pero no hay peor momento ni sitio para ser mexicano y dedicarse a lo que me dedico. Mis compañeros gringos, extremadamente respetuosos durante cuatro años, ayer no pudieron contenerse. Si hasta Chris, el colmo de la gentileza, condicionó el préstamo de su pluma a cambio de que no me la robara; tuve que consentir, con resignada normalidad, que un cabrón como Dave me cateara a la salida.