En futbol tener dinero no equivale al éxito. Carecer de él, sí que garantiza el fracaso. Por cada Manchester City empobrece un Liverpool, por cada Chelsea languidece un Ajax. Es economía.
Lo del Milan a través del tiempo siempre fue adelanto y adecuación pura. Un tipo llamado Berlusconi irrumpió en el futbol mucho antes que los jeques árabes y magnates rusos. Los rossoneri ya salían al campo con puro holandés previo a que la Ley Bosman cambiara el orden establecido. Jugaban como el Barça actual cuando Messi no había siquiera nacido. Hasta en algo tan deshonroso como descender por arreglo de partidos, el Milan madrugó a la Juventus.
Con los abuelos Rivera y Trapattoni ya era el mejor equipo de Europa. Su técnico Rocco inventó el Catenaccio y el sistemita le valió para ganar dos Champions en los sesenta. Pasaron los años, un par de descensos incluidos, y el rudo cuadro rossonero se pasó al bando de los técnicos.
Antes aún del Internet y de la tele en vivo fue el club de moda, el que hacía suspirar a todo villamelón ochentero. Cuando se esfumó la magia holandesa, llegaron Capello y los balcánicos para continuar una leyenda que continuó Ancelotti: el detenedor del tiempo.
Luego la bomba de relojería explotó en manos de Allegri. El Milan dejó ir a más de medio equipo, ya no por ganar dinero, sino para ahorrarse sueldos. Antes sus ídolos se retiraban ejemplarmente en casa, ahora tienen que buscarse en Suiza, Brasil y Canadá la vida que su amado club ya no puede pagarles.
El surgimiento de un nuevo rico deriva forzosamente en la caída de un nuevo pobre. Y el PSG se llevó todo lo que le quedaba al AC Milan. Todo menos la mística. Ya se sabe: hay cosas que el dinero no puede comprar.
Barcelona y Real Madrid, hijos de por vida, hoy están a años luz gracias a un feudalismo en materia de derechos televisivos inconcebible en cualquier otra liga. En un nuevo y desesperado intento por adelantarse a los tiempos y sanar cuentas antes de que sea demasiado tarde, el Milan está ante un nuevo acto de escapismo. Pero el glorioso club se hunde cada vez más. Y está bien atado.