El futbol se juega dentro de ocho kilómetros cuadrados. Ahí adentro, un árbitro ha de distribuir justicia entre 22 ingratos que a la menor oportunidad simularán faltas, exagerarán dolores y cuestionarán hasta las infracciones más evidentes con el afán de atarantarlo. En un mundo dividido por religiones, política y equipos de futbol sólo en algo estaremos siempre de acuerdo: el árbitro es un tarado.
Un atacante puede fallar media docena de goles y convertirse en el héroe de la portada tras meter una pelota de rebote. El arquero no tiene más que evitar cagarla en las ocho o nueve intervenciones que promedia por partido para así eludir las críticas. El árbitro, en cambio, no tiene margen de tolerancia. Hay veces, pocas, en que logra desafiar su naturaleza humana para hacer su trabajo a la perfección. Entonces, nadie desperdicia dos segundos en deshacerse en elogios hacia su honorable figura. Su premio mayor es el anonimato: ser ignorado en la historia del partido.
Ya puede acertar 99 veces durante un juego y juzgar una acción de modo cuestionable, que ninguna estadística apelará a su 99% de efectividad. La televisión se enfocará en la ventajista repetición a cámara lenta, los comentaristas congelarán la imagen desde ángulos distintos para convencerse los unos a los otros de lo que debió señalarse. Pero ni echados en el sofá, bajo el templado techo del estudio, lograrán ponerse de acuerdo en si hubo pifia arbitral o no. Total, el reglamento es ambiguo y se presta a toda clase de interpretaciones, y ellos viven demasiado ocupados como para al menos darle una leidita.
Los técnicos y jugadores tampoco son paradigma de solidaridad. Todo mundo ha declarado alguna vez haber perdido por culpa del árbitro. Es la coartada universal. Nadie culpa a los compañeros, ni al técnico, ni a la afición. Apegados al principio primario de causa-efecto, esto significa que todo mundo ha ganado también gracias al árbitro. Y sin embargo, en la dulce victoria siempre dan crédito al equipo, seguidores y hasta cuerpo técnico; pero no ha nacido el primer futbolista profesional o amateur que haya recordado al pobre silbante tras ganar los tres puntos. No hablemos de darle las gracias por un error conveniente, ni siquiera por una decisión justa y favorable.
Todas las teorías de la confabulación apuntan hacia ellos, sin que nadie repare en que la mayoría de escándalos por amaño de partidos involucran a jugadores y técnicos, esos millonarios de quienes nunca nadie se atreve a sospechar. ¡Qué bien anda Japón en la Copa Asia, por cierto!