No aprenden. Ha de ser el verde de la camiseta que les ciega de ilusión y oxigena falsa esperanza cada par de años: ¡esta generación es la buena!
Comprendo, sí, que a algo han de aferrarse los ilusos después de todo. En un país sacudido por la pobreza, la corrupción y el crimen, con una democracia aún en pañales, es reconfortante que chicos tan jóvenes encuentren un camino de esperanza lejos de las armas.
Además, el dominio de la selección sub 17 es incontestable. Algo se ha hecho bien. Excluyendo lo acontecido en este Mundial, los recientes campeonatos y subcampeonato del mundo, ya sea como anfitrión o invitado, hablan de una súper potencia en la categoría.
Así las cosas, un país con mucho más de 100 millones de habitantes y por tanto, una de las grandes economías del planeta, tiene algo de lo cual sentirse orgulloso. Paradójicamente, el juego más jugado y visto del mundo no es el favorito de las naciones más poblados: China, Estados Unidos, Indonesia y Pakistán prefieren otros deportes, así que el único país similar que rivaliza en potencial talento balompédico per cápita es Brasil: justamente el otro gigante sub 17.
Lejos del amateurismo, en la vida real las cosas son más complicadas. Poco o nada se ha avanzado desde aquel parte aguas que significó el Mundial de 1994. Desde entonces, no ha habido forma de derribar el muro del quinto partido. Lo mismo ocurre en los Mundiales sub 20, donde la selección es incapaz de cosechar lo sembrado en sub 17.
¿El oro olímpico sub 23? Seguirá siendo el máximo hito que por siempre acompañará al escudo del águila nacional que mira a la derecha mientras reposa sobre un balón en el costado superior izquierdo de la camiseta verde. Esa que ciega a los ilusos nigerianos que en cuartos de final cayeron eliminados por Países Bajos. Hoy es turno de la selección mexicana sub 17 para vérselas contra los neerlandeses. Aunque de México hablaré en otra ocasión, ya que hoy no tuve tiempo.