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Miguel Herrera es corriente. Miguel Herrera es un ardido. Miguel Herrera siempre dice lo que piensa, pero nunca piensa lo que dice. A Miguel Herrera le encanta la farándula. Miguel Herrera es un mamarracho. Miguel Herrera está vendido. Miguel Herrera ya era todo eso cuando alguien decidió que cumplía con el perfil para entrenar a la selección nacional. Nadie reparó en sus mañas, hasta hoy que sazonan el sabor de la derrota.

En el último par de décadas la selección se ha puesto en manos de rudos y técnicos, de jóvenes y viejos, rubios y morenos… Desde campeones del mundo como Menotti hasta leyendas del futbol amateur como Chucho Ramírez. Simpáticos como Bora e hígados como Chepo. Viajes desde la humildad de Meza hasta el carisma y la sencillez de La Volpe. De la calva de Lapuente a la melena de Hugo. Los hubo flacos como Tena y gordos como Vucetich. Vendehumo como Eriksson y presuntos vende patrias como Aguirre. Damas como Mejía Barón y pelados como el Piojo. Todos pilotos desechables ante las primeras turbulencias.

Consciente de ello, Herrera no ha escatimado en selfies adolescentes, giras televisivas, entrevistas con las conductoras más buenas, viajes por Europa y fotos con sus ídolos del deporte norteamericano. Se ha apurado a firmar toda clase de comerciales, atentar vía Twitter contra nuestra fallida democracia y desmarcarse de toda corriente futbolística que no se base en el viejo arte de señalar a los árbitros. El Piojo ha sabido exprimir cada minuto de fama como si se tratara del último, e incluso ha tenido tiempo de entrenar al equipo y hasta meterlo al top 10 del Mundial pasado. 

Da igual que México gane o pierda la Copa Oro. Que juegue como los dioses o arrastre el prestigio ya es asunto secundario. La verdadera desgracia seguirá encubierta en el largo plazo mientras nuestros proyectos pendan de un hilo, siempre supeditados al último resultado. Medios, afición y directivos seguimos jugando a la Santa Inquisición, incapaces de promover otra cosa más que la condena. ¿Que no se cumplieron los objetivos? ¡Castigo! ¿Que el entrenador cometió errores? ¡Fuera y que pase el siguiente! Los últimos 90 minutos lo nublan todo y bajo este modelo la crispación está garantizada. No hay rastro de visión ni de confianza, sólo sumisión al yugo del inmediatismo.