Reconozco que soy genuinamente feliz tres veces al año: cuando eliminan al Real Madrid de Copa del Rey, cuando pierde la Liga y cuando lo echan de la Champions. Soy poco exigente con la vida, y la verdad es que con noches como la de ayer siempre me doy por bien servido.
El peso de una desgracia se aguanta, pero cargar con dos al mismo tiempo no es de dios. No es sólo la sensación de perder a tu vieja, ¿saben?; sino el ego herido de que te la esté bajando justo ese imbécil. Fueron 22 horas horrorosas, pero al final no hay sentimiento más agradable en esta vida que volver a nacer. El fut es maravilloso. Pierdes un sábado y el martes tienes revancha. Vuelves a perder, estás desahuciado y cuando ya no hay quién te la pague, entonces llega un polaco, se las cobra por ti y te salva el pellejo.
Si te tomas la vida demasiado en serio, caes irremediablemente en el absurdo. Es lo que tiene el futbol, ¿no? Es increíble que un estúpido equipo sea capaz de despertar toda clase de emociones. Entiendo a la gente que no le encuentra sentido, pero es evidente su frigidez. Pobres, jamás sintieron cómo se te va el alma del cuerpo cuando un balón del odiado rival pasa mordisqueando la línea de gol entre 14 mil piernas. Jamás experimentaron el genuino júbilo de regodearse del dolor ajeno y sólo así poder mitigar el propio. Al final, creo que esto de vivir se trata de sentir, de gozar y de sufrir. En días como el de ayer desearía odiar el futbol, o que al menos me resultara indiferente, para no angustiarme tanto por algo tan trivial. Pero luego, cuando toca ser estúpidamente feliz, descubro que todo valió la pena. Es un juego bastante entretenido, la verdad… siempre y cuando no pierdas de vista que no es más que eso: un juego. Ojalá nunca deje de ser esclavo de las estúpidas pero vitales sensaciones que emanan de él. Y mucho más importante: ojalá que el Madrid no remonte el martes.