Jurgen Klopp es un genio. En un universo dividido en dos grandes ramas de técnicos: constructores y administradores, él es el más completo de todos: un extraordinario estratega y, además, el motivador más grande que ha conocido el futbol en los últimos tiempos. Sin embargo, cuando a Klopp se le caen los equipos, se le derrumban en serio.
Su primer trabajo fue en el Mainz. Ahí, al tercer intento consiguió el primer ascenso a la Bundesliga de la historia del club. Sus dos primeras temporadas en primera división se saldaron con muy decentes undécimos puestos. Al tercer año en Bundesliga, séptimo al mando del club, Klopp ligó 17 partidos sin victoria. Y el Mainz volvió a Segunda.
Su ciclo en el Dortmund fue idéntico: largo, exitoso y con inesperado tobogán al abismo. Como en el Mainz, le tomó tres años hacer lo que nunca nadie había logrado: el Borussia ganó el primer doblete de su historia. Luego llegó el séptimo año: dos victorias, cuatro empates y 10 derrotas tenían sepultado al entonces subcampeón de la Champions League en el último lugar de la Bundesliga en pleno febrero.
¿Liverpool? Aquí vamos de nuevo: Klopp ganó la Champions League en su tercer torneo completo al mando. Como en todos lados, consiguió lo que nadie antes de él había logrado y luego, la tan inesperada como inevitable hecatombe se adelantó un año: se apareció al sexto.
Es imposible explicar cómo un equipo que se pasó casi cuatro años sin perder en casa y que llegó a ganar 32 de 33 partidos jugados en ella, sea el mismo que ahora ha perdido seis veces seguidas y acumule ya 12 horas sin anotar en esa construcción de concreto y plástico que, con gente en la tribuna, respondía al nombre de Anfield. El silencio no ayuda, las lesiones tampoco… pero nada, absolutamente nada puede explicar cómo de un día a otro el equipo de los récords dorados pasó a ser el peor de todos los tiempos.
La confianza es lo más difícil de mantener en el deporte. Cuando la tienes, debes atenazarla porque, una vez que la pierdas, no hay cosa más complicada que encontrarla de vuelta. Un día le ganas 0-7 al Crystal Palace y estás para ganar de nuevo la Premier y la Champions… todo va bien hasta que, en un instante del siguiente partido, deja de salir bien.
El momento exacto ocurre al minuto 80 con 39 segundos. Liverpool vence 1-0 al West Brom en un partido en el que, por oportunidades de gol, debería estar goleando. Es el 27 de diciembre. Curtis Jones recibe el balón pegado a la banda derecha, en campo propio. Dos rivales le salen al paso en cada costado y en medio de ellos el joven Jones tiene una clara línea de pase para devolver el balón al central. Sin embargo, decide conducir hacia dentro a toda velocidad para burlar la presión de los delanteros rivales. Y lo logra, pero ahí lo espera un tercer enemigo. Cuando Jones decide pasársela a Fabinho, ya es demasiado tarde: le bloquean el pase, el balón se eleva hacia el área del Liverpool y el novato Phillips cabecea hacia un lado de la portería, por no asumir el riesgo de cedérselo a Allison. Philips se ha contagiado inmediatamente de la desconfianza de Jones. Ellos se comieron al murciélago de la pandemia que ahora azota a todos sus compañeros. Oluwasemilogo Ajayi se eleva y remata el tiro de esquina. Su cabezazo va a dar bien arriba al poste izquierdo de Alisson. Menos mal que el balón choca en la parte externa del poste, por lo que no rebota hacia dentro, sino bota medio metro fuera de la línea de gol. El portero brasileño no reacciona a tiempo y tras volar al lado de su pie, el balón que se dirigía a la banda donde empezó todo, da un bote muy extraño, efecto seguramente causado por el diablo y, contra natura, se dirige a las redes.
El Liverpool, acostumbrado a reírse de las malas bromas que suele hacer la mala suerte, reacciona positivamente como tantas veces. Al minuto 89 Oxlade Chamberlain centra un bombón teledirigido al área chica. Ahí lo espera Firmino, que libre de marca, castiga al portero cabeceando violentamente hacia el suelo. El balón queda fuera del alcance del guardameta… pero también de la portería. Se va por el costado. Los 2 mil aficionados que pudieron entrar a Anfield se van a casa decepcionados. No tienen idea de que las puertas del estadio no se abrirán más, ni siquiera para una minoría de afortunados distanciados.
Al siguiente partido el Liverpool, que había anotado en los 20 partidos previos se queda en cero ante Newcastle. Y a continuación vuelve a quedarse en blanco contra Southampton. Sus atacantes están bloqueados y meses después no cae el gol que les destape. Es tremendo.
Los Reds están enfermísimos, pero no han extraviado del todo su futbol. Sí su definición y con ello, la confianza. La Premier League está perdida, pero si somos honestos, ganarla nunca ha sido lo suyo. La Champions League, sí. Es su competición. La que ya conquistaron en 1981 y 2005 aún sin siquiera haber acabado entre los cuatro primeros de la liga inglesa.
La inercia es la que arregla o arruina todo. Y la Champions League va a ser la vacuna del Liverpool. Ni se atrevan a pensar que no es capaz de ganarla. Hacerlo es tan temerario como dudar de mi intuición.