Se llama Erwin, tiene 25 años y mide dos metros. Se trata de un chico cualquiera, tan solo uno más de la clase trabajadora de origen minero que habita Gelsenkirchen. Su nariz, bastante más pronunciada que la mía, ocupa la mitad de su rostro. Se mueve con poca gracia y menor cadencia, cegado por una gorra que le obstruye el campo visual.
Fanático del futbol desde la cuna, fue llamado así en honor de Erwin Kremers: leyenda del club, campeón de la Euro 72 y marginado de la convocatoria de la selección que se coronaría en Alemania 74 por haber llamado Sie sind eine blöde Sau (cerdo estúpido) al árbitro del último partido de liga previo al Mundial.
Apacible la mayor parte del tiempo, Erwin es impulsivo como el futbolista que inspiró su nombre. En 2017 una foto suya dio la vuelta al mundo cuando bajó al césped para mostrarle a Felix Zwayer una tarjeta roja en la cara, tras un clásico contra el Dortmund en el que el árbitro se comió una clara mano de Marc Barta en el área. La puntada no le hizo la menor gracia a Zwayer, quien reportó lo acontecido. La Federación Alemana contempló vetarle el acceso al estadio, pero le perdonó con una simple multa. Menos mal, porque Erwin nunca se había perdido un partido en casa: presenció cinco subcampeonatos de la Bundesliga, cuatro finales de Pokal con tres triunfos incluidos, una semifinal de Champions y una final de Copa UEFA, que su equipo le ganó al Inter de Milán.
Erwin es la mascota del Schalke 04 y tiene una particularidad sobre todos sus colegas de la Bundesliga: es humano.
Esta temporada el equipo de Erwin, aquel que vio florecer a Özil, Neuer, Goretzka, Sané, Draxler y, más recientemente, McKennie; es de lejos el peor equipo de Alemania y de entre todas las grandes ligas europeas. Ha ganado uno de los últimos 41 partidos y su descenso está consumado.
Hemos cumplido ya un año de futbol a puertas cerradas o apenas entreabiertas. Y no hay imagen más conmovedora que la que nos ofrece el ritual de Erwin cada dos semanas en el Veltins Arena: los asientos, todos de azul uniforme están sin ocupar. Son 62,271 lugares, pero en la tele la profundidad luce infinita. Ahí en medio, absolutamente solo en la tribuna se puede ver a Erwin de pie y bandera en mano: siguiendo el partido desde la vacía cabecera izquierda.
La vida es dura y Erwin está solo para afrontar sus golpes despiadados. Cada partido es el mismo martirio: Erwin está ahí antes que nadie y se va después que nadie, porque nunca llega nadie… aparte de los goles que le ensarta cada equipo visitante en turno. Como si nada, Erwin se mantiene en pie los 90 minutos, ondea su bandera, se lleva las manos a la nariz que tiene por cara y al final: abatido, taciturno y cabizbajo sube las escaleras tras una nueva derrota.
La postal del aislamiento al que está sometido Erwin en el estadio del Schalke tiene una fuerza incalculable. Es tan triste como hermosa; dramática y al mismo tiempo graciosa: da pena y risa; devasta e inspira a la vez. La botarga no pierde la fe o disimula muy bien. No para de sonreírle a la puta vida, aunque tan sólo sea porque lleva de fábrica una risa cocida en la boca. Es una parábola perfecta del tiempo en que vivimos. Todos somos Erwin.