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Demencia senil

Soy un viejo antipático y altanero. Pocos me quieren, todos me odian. Me enfermo a cada rato, soy enojón y no oigo. Tengo reumas. Se me escapan los gases al caminar, pero desde hace tiempo perdí la noción del ridículo. Di constancia de ello hace unos meses a través de eso que los jóvenes llaman Internet, cuando empecé a restregar a todo mundo mis infundados delirios de grandeza. 

Ya nadie quiere estar conmigo. Estoy solo y triste en mi vieja y aislada mansión. Esa ostentosa y gigantesca casa que construí en 1966 para llenarla cada 15 días. La gente que hacía cola para acudir a mis fiestas me abandona ahora que no tengo nada que ofrecerle. Estaría mejor en un asilo pero no podría convivir con los viejitos de más de 100 años que, pese a sus achaques, me siguen ganando a las vencidas.

Hasta los perros (con o sin cuernos) se mean a mi paso. No tengo apetito, me lleno con cualquier cosa. Cada seis meses cambio mi dentadura y amenazo con devorar a quien ose ponerse enfrente. Al final, pasan los años y sigo sin poder morder otra cosa que no sea papilla. 

Todo me hace daño. En los últimos tiempos solía tomarme una pastilla que me levantaba y me hacía sentir potente al menos durante dos horas antes de volver a mi flácida realidad.  Tristemente, de un tiempo para acá hasta esa indefensa pastillita azul me hace daño.

Presumo de buena memoria, pues es lo único que me queda. Sin embargo, recuerdo sólo lo que me conviene. Aquellas tiempos mozos en que era guapo, fuerte y poderoso; cuando la gente me temía, y mejor aún: me respetaba. Pero mi Alzheimer me hace contar también cosas que jamás ocurrieron. Donde la gente ve 10, yo estoy seguro de que son 14. Ya chocheo.

Mañana cumplo 96 años y estoy casi inválido. Mi enfermedad es incurable y progresiva. Agonizo. Tengo derecho a una muerte digna, no obstante me resisto a la eutanasia. La afición más numerosa de México (los antiamericanistas) me necesitan.